Revista:
ALMANAQUE
GALLEGO
No se trata de un estudio psicológico de la sonrisa
peculiar de la gente de mi tierra; si es que ésta posee, en efecto, matiz
topográfico, suyo, en lo que respecta á esta expresión universal del alma
humana.
Respecto de este último supuesto, yo creo que sí,
que posee esas peculiaridades el pueblo gallego; como las poseen pueblos más
nuevo, de menor abolengo, de menor raigambre, menos homogéneos, de menos recia y
firme contextura, de fisonomía menos distintiva y menos propia. Yo creo que sí;
que el pueblo gallego tiene su manera de sonreír, como tiene su manera de
sentir; por mucho que todas las energías humanas tiendan, cada vez más, á
compenetrarse, en esta exaltación creciente de la vida de relación que, día á
día, remueve obstáculos, borra fronteras, anula distancias, aproxima pueblos;
haciendo del mundo un hogar, y llevando el calor de esa vida á los más
apartados y abruptos rincones de este hogar. Dentro de la universalidad, de la
unidad y de la solidaridad de la civilización moderna, de la obra humana
contemporánea, cada pueblo conserva sus peculiaridades, aun dentro de su propia
raza; como cada individuo se distingue de los demás, aun dentro del grupo
étnico más familiar y más íntimo; y el fenómeno tiene que destacarse si sed
trata de un pueblo del acervo histórico y de la solemne tradición del nuestro;
y cuya vida se desenvuelve en un medio físico como aquel medio suyo; tan suyo,
que la naturaleza no ha querido repetirlo en el mundo.
Pero he dicho ya
que no es mi intento de hacer un estudio del modo cómo se manifiesta el
sereno regocijo del alma gallega: quiero hablar de su regocijo mismo, en esta
hora luctuosa y febril de la vida española.
En medio de esa agitación general, Galicia sonríe.
Bajo los bordes mismos de la nube densa, siniestra, lívida, tonante, que domina
casi todo el horizonte; bajo esos bordes, que parecen labios cárdenos, como de
personaje de tragedia, un resplandor de aurora se percibe. Así sonríe Galicia,
por hora trágica; reflejando su sonrisa en el cielo tempestuoso.
Diríase que, merced á un profundo trastorno
geológico, los pueblos de nuestra península han cambiado radicalmente de lugar.
Diríase que ahora se inicia el día en los pueblos que fueron de occidente. De
allí viene ahora la luz suave de un amanecer tranquilo; y es posible, ¿por qué
no había de serlo?, que ese amanecer sereno domine el día, enseñoreándose del
tormentoso ciclo de la patria.
El fenómeno geológico existe, sin duda: una acción
interna, una labor profunda, viene trabajando esa alma gallega, bélica,
impulsiva, tensa, como un arma forjada para una vida de combate. Un nuevo
concepto de la vida ha entrado en esa alma; uina nueva senda se abre ante ella,
rectificando su orientación secular, que arranca de allá, del fondo de los tiempos
bárbaros, de los obscuros tiempos de lucha, incubados en un mundo de acechanzas
y de peligros. Sale del estado de guerra, que era su estado normal y su total
estado, no tan sólo á virtud de un nuevo concepto de la vida, sino de una nueva
manera de sentirla, que implica una vida nueva. Es que la vida universal, en su
movimiento circulatorio creciente, en su expansión, en su avance, rompiendo los
diques que la confinan, inundando la tierra, toma, como lugar de acceso, como
primeros puntos de invasión y de asalto, los puertos avanzados sobre los
grandes mares. Es que esos puertos gallegos, por su posición y su estructura,
son como vísceras que recogen el ritmo de la vida universal, venido de los
cuatro puntos cardinales del horizonte, para retransmitirlo al organismo
interior de la patria, tan necesitado de elementos de renovación.
¿No recordáis lo que era Galicia no hace aún veinte
años? Todo, en ella, se resolvía en lucha; todo estaba complicado de violencias
y de cóleras. Existía la lucha en el hogar, en la escuela, en el templo, en las
relaciones públicas y en las relaciones privadas; en la esfera política, en la
esfera legal, en la esfera económica, en la esfera, tan individual y tan
subjetiva, del pensamiento y de las creencias; dominando, como una fatalidad,
la vida entera. No era la lucha económica la que se destacaba en primer
término, de este cuadro de agitación constante; que, siendo así, acusaría una
necesidad de conservación propia, inherente á los seres vivos: era la lucha por
la lucha misma. El padre formaba á sus hijos en una educación dura y violenta,
como el escultor forja sus estatuas á golpes de martillo. El maestro daba á sus
discípulos el alimento espiritual: la idea, en forma tal, que jamás éstos han
podido nutrirse sin dolor. La prensa, órgano de expansión de la moderna vida, é
instrumento de cultura, fue, ante todo, instrumento de flagelación, y palenque
de agrias disputas; cuando no un condensador de pasiones insanas. La crítica fue
un castigo sin enseñanza, un castigo estéril. El poder público, antes fue arma de la pasión que brazo de la ley. Las contiendas judiciales no tenían por
fin demandar amparo á los derechos amenazados, ó reparación á los derechos heridos, sino el de producirse, los contendientes, el daño mayor posible; “No
he de dejarte tejas en tu tejado”; tal era el grito con que, aquellos, se
apercibían al combate. El ejercicio de la soberanía política, la emisión del
voto, no se informaba en el propósito de llevar los anhelos del elector,
conforme á su sentido de justicia, á la realidad legal: era un mero ejercicio
de “sport”, que tenía por único fin el triunfo del uno sobre el otro bando, que
degeneraba á menudo en colisiones violentas, y que dejaba siempre semillas de
odios y promesas de venganzas. El rozamiento producido por la vida de vecindad
determinaba conflagraciones que duraban días, semanas á veces; reavivándose el
fuego sin cesar cada nueva mañana, de casa á casa, de puerta á puerta, de
ventana á ventana; como una erupción de cóleras, enviadas por las almas
temblorosas y enloquecidas. La querella estallaba, por cualquier motivo, y á
cada momento, en todos los puntos de la vía pública: como llamaradas súbitas de
un fuego comprimido ó latente. La paz doméstica reinaba, por excepción, en
contados hogares. Un nuevo amor, una nueva vinculación nupcial, juzgada, acaso,
como una infidelidad á los muertos, era castigada con una especie de lapidación
pública, en forma de una como bacanal expiatoria, á la cual se asociaba á veces
un pueblo entero. Las prácticas piadosas, y los regocijos populares que las
seguían, tenían por coronamiento obligado la pelea. A nombre de una religión de
amor, se encendían odios implacables; del mismo que la famosa Revolución, ese
otro inmenso fenómeno atávico, refirió, al órgano de la guillotina, la proclamación
de los “derechos del hombre” y de la fraternidad universal...
Y he aquí como el enlace de las ideas me ha
empujado, insensiblemente, fuera de las fronteras de mi tierra, para lanzarme,
no ya en las tierras colindantes, sino en las lejanas tierras galas; lo que
quiere decir que el fenómeno atávico no es nuestro solamente; y que, cuando se
trata de contradicciones sangrientas y trágicas, se cae, fatalmente, en el seno
de aquella contradicción madre.
Pero el trabajo de reacción nuestro ha comenzado ya,
y ha comenzado con éxito. Estamos haciendo la contramarcha, que será heroica,
que será larga, que será penosa; pero un vigor de vida sana nos empuja, y no
parece de temer que volvamos ya la espalda al porvenir.
Galicia no se exalta ya, ni siquiera á virtud del
contagio. Parece un cuerpo indemne, refractario al mal. No sólo eliminó sus
agentes tóxicos, sino que parece haberse hecho un mal conductor de los ajenos.
Ante la febril exaltación que la circunda, ella sonríe; y su sonrisa, luciendo
en el sombrío y fragoroso cielo de la patria, parece una estrella de esperanza.
La explosión de Cataluña, el gran receptor de todos
los delirios ambientes, su explosión flamígera y sangrienta, después de sus
movimientos sísmicos periódicos, que presagiaban la catástrofe; su férrea represión legal y la
contra represión extraterritorial, venida de afuera, y
resonante dentro, á merced del vacío de la patria, falta de personalidad; los
dolores de la guerra; la rememoración sistemática de tantos males en el seno
mismo de la representación nacional, exaltándolos más allá de la realidad, como
para brindar, á la nación excitada, con el espectáculo medieval de esta
especie de “danza macabra”, continuación de aquella verdadera “danza de las
momias”, que acababa de presenciar, auténtica, como no la vieron los
supervivientes de la “peste negra”; la proclamación del derecho al atentado,
hecha en el recinto mismo de las leyes, como si en ese recinto se legislara ya
sobre la liquidación de la nacionalidad, después de sancionada su desvinculación
con la obra universal de la cultura humana; las escuelas donde se forman los
profesionales del delito, funcionando en la vía pública, al aire libre, con la
regularidad y las garantías de las instituciones legales, y produciendo, de
inmediato, “casos” de resonancia mundial, y á virtud de los cuales el mundo ya
quiere rotularnos como familia lombrosiana, rica de estadística criminal, y con
copioso y emocionante trasiego de vida, que va de los talleres á las cárceles;
los choques periódicos, rítmicos, regulares, entre el capital y el trabajo,
ayer elementos armónicos y concurrentes al progreso y al bienestar social, hoy
elementos contrapuestos, choques que paralizan la economía nacional, la vician
y la enferman, y cava abismos de odios entre unas y otras clases que integran
la vida colectiva; la mujer, sustraída á su misión de amor y de paz en el
hogar, para arrojarla, como materia inflamable, á las hecatombes públicas; los
niños, sin casa, sin padres, sin familia, reincorporados á la tribu en marcha,
y forjados al calor de sus pasiones candentes, en actividad continua; las
disputas teológicas, que acentúan aún más la evocación de los tiempos medios:
la lucha entre el dogma político y el dogma religioso, intangibles ambos; las
“romerías políticas”, graves, trascendentales, complicadas de problemas de todo
orden, sustituyendo á las romerías tradicionales, las romerías simples, que no
tenían otro fin que el del esparcimiento del alma popular; las procesiones de
todo carácter y de toda tendencia, buscándose, unas á otras, por calles, plazas
y campos, para imponerse, en colisiones sangrientas, sus credos devastadores;
el curanderismo político y social, moral y religioso, haciendo el inventario de
todos los males, exacerbándolos, forjándolos aveces, para brindar á todos
ellos la eficacia de sus específicos; los iluminados, los profetas, los
santones, los milagreros, cruzando en todas direcciones el territorio patrio,
y anunciando, a las masas temblorosas y exaltadas, la hora regocijada de la
redención, o la hora apocalíptica de la venganza; los empresarios de la
“revolución”, repartiendo sus programas, fijando sus carteles, anunciando,
solemnemente, la función a plazo fijo, función de transformismo teatral,
brusco, radical y cruento, mediante el cual no quedará, del viejo edificio,
piedra sobre piedra; la tierra poblada de sinagogas, el aire hinchado de
declamación y de propaganda, la vida inficionada de doctrina: y todas las
doctrinas, todos los credos, todas las propagandas, todas las divergencias de
criterio, todos los matices de la opinión manifestándose con acentos tonantes
en forma violenta, tumultuosa y agresiva; la idea sirviendo de pretexto y
alimento al crimen... Toda esta agitación, todo este clamor, todo este espasmo,
toda esa oleada de fiebre, toda esa expresión clínica de una vida abandonada a
todos los agentes mórbidas, ha ido a morir en los dinteles del país gallego, al
pie de sus sólidas montañas; sin conseguir agitar su alma ni nublar su
sonrisa.
No es, esa serenidad, esta placidez, este reposo
ante los problemas circunstanciales, fenómeno de inanición, síntoma de
agotamiento o de anemia, como insinúan diagnósticos delegantes charlatanes; es,
por el contrario, signo de salud, de robustez y de vida.
El ayuno, la vigilia, la falta de nutrición y de
reposo, combinados con una actividad nerviosa indisciplinada y una inactividad
muscular crónica, producen la atrofia y conducen a las exaltaciones
espasmódicas, a las visiones delirantes. La alimentación, el trabajo metódico,
el descanso, el sueño, con una vida orientada hacia la luz, hacia los
horizontes serenos, depurada de todos los elementos que puedan excitarla o
deprimirla, llevan al equilibrio de las funciones, al estado fisiológico, a la
salud, a la robustez, a la fuerza, al goce sano de vivir.
Nuestra cuestión es una cuestión de higiene.
Galicia ha empezado el resolver el magno problema:
por la eliminación de todos ellos.
Mientras allá, sus hermanos se exaltan hasta el
paroxismo en luchas cruentas, atizadas desde el fondo de sus iglesias dogmáticas,
ella ha vuelto á encauzar su vida, restituyéndola á las afecciones puras y
hondas del hogar, al cultivo de todas las virtudes, de todas las nobles
funciones humanas; al culto de la patria, al amor de la humanidad, á la
actividad sana y fecunda del trabajo, al estudio, que es necesidad del
espíritu, jamás colmada, y su fuente inagotable de deleite: á la paz, á la
libertad, á la tolerancia con todas las creencias, al cultivo de las creencias
mismas; porque una vida sin creencias es una planta sin sabia y sin raices.
Mientras allá el alma nacional parece desvanecerse en una embriaguez de
doctrina, llevando la relajación á todos los órganos y el desorden á toda la
vida, salpicando á ésta, aquí y allí, con el estigma del crimen, y haciéndola
refractaria al progreso; ella trabaja, se rehace, abre su seno á la luz del
sol, á todos los vientos de la tierra y á todos los ideales de la humanidad;
reconstruye su hogar, moderniza su casa, haciéndola habitable para todos los
hombres del mundo que quieran ir a ella; recibe a sus visitantes, agasaja a sus
huéspedes, en fiestas fraternales, cordiales, expansivas, que han de determinar
nuevas y mayores corrientes de vida que la vigoricen, vigorizando, al fin y en
definitiva, al organismo entero de la patria.
Esa “sonrisa gallega” es un sistema de reacción
vital. Es el advenimiento de la vida fisiológica al cuerpo convulso de la
patria. Es la actividad sana, es la paz, es el amor, es la armonía: es el
regocijo del alma, redimida de las quimeras que la atormentaban, de las pasiones
que la envilecían, de los furores atávicos que la hacían inepta para la vida de
relación, para la existencia colectiva. Es la vida nueva que se manifiesta por
un nuevo signo: la “sonrisa”; sustituyendo al fatídico “bajido” del viejo
concepto fatalista y romántico.
¡Quiera Dios que esa “sonrisa” gallega no sea un
falso síntoma! ¡Quiera Dios que Galicia sea la cuna, serena y limpia, de la
libertad española!.
M. A. Bares