MI REGIONALISMO
Revista: ALMANAQUE GALLEGO
Son días de apremio, para nosotros, los corrientes días; y, en buena ley, carecemos del derecho de malgastarlos cantando églogas á la sombra de los añosos bosques, aspirando el hálito embalsamado de los campos, oyendo el concierto de las canoras aves, perdida la mirada y como desvanecido el espíritu en los horizontes infinitos donde la luz ha fabricado su áureo palacio, su mejor y más durable residencia.
No, ciertamente. Hemos soñado mucho sin apercibirnos
de que el mundo se transformaba sensiblemente en torno nuestro, y de que
fuerzas rudas é instintos agresivos nos estrechaban de continuo.
El despertar fue brusco y doloroso, y teniendo que
velar por todo el tiempo que hemos soñado antes, sin dar tregua al brazo ni á
la mente, atentos siempre al peligro circunstante del que habíamos llegado á
perder la noción casi por completo.
Creyentes por temperamento y por educción, habíamos
profesado el dogma del progreso moral humano; y, como ha sucedido siempre,
hemos sellado con nuestra propia sangre nuestra fe.
Dejemos, pues, para otros días, si esos días
retornan, todo lo que al regalo de la interna vida atañe; y traiga cada uno,
dócil á las exigencias del actual momento, el producto de su esfuerzo á la obra
de la defensa y la seguridad común.
Saben, cuantos conocen mi pensamiento, que acabo de
referirme á la comunidad española, la cual siento, en la cual creo, y á la cual
sigo en todos sus azarosos movimientos, en todas sus dolorosas reducciones, al
través de todos los accidentes y todas las vicisitudes de su varia fortuna.
Como un eco desprendido de la catástrofe, la
invocación regionalista vibra sobre
ese cuerpo postrado y convulso, llamándolo, sin duda, á nueva y más intensa
vida.
Es acaso la manifestación enérgica de un anhelo de
reconstrucción, iniciada desde el hondo cimiento, de abajo arriba, de la parte
al todo, de dentro á fuera, intus
susception.
Yo no he creído nunca que pudiera sistematizarse el amor al nativo suelo, al hogar á cuyo calor se ha formado nuestro corazón y nuestro espíritu; á la porción de tierra que constituye nuestro primer mundo conocido, cuya imagen, fijada en nuestra virgen alma, vivirá lo que ella viva, sin que impresión posterior alguna pueda jamás borrarla; al horizonte que reflejó, como un cristal mágico, nuestras primeras ilusiones, nuestras más bellas quimeras; al cielo que nos envió la primera luz, donde nuestros ojos férvidos han buscado á Dios y han seguido el vuelo de las almas que nos acompañara en nuestros primeros pasos por la vida.
He creído y creo que el hombre, móvil como es,
inquieto, errante, espoleado por la curiosidad, por la necesidad, por la
ambición, por el ansia incurable de ir siempre tras lo desconocido; estimulado
por las conquistas del progreso, por los medios de movilidad adquiridos;
trabajado por el concepto de unidad y de universalidad que informa los modernos
conocimientos, por todas las filosofías que restan, á diario, energías á su ser
íntimo, á su naturaleza sensible y poética; llevado por el comercio, que tiende
á borrar toda fisonomía local, y acerca pueblos, y funde razas, y cambia
hábitos, gustos é ideas; el hombre es y será siempre, á despecho de todas las
revoluciones, una planta arraigada fatalmente al suelo en que le cupo en suerte
surgir á la vida.
Buena ó mala, según los puntos de vista adoptados,
la ley existe; existe y se cumple, cualquiera que sea la dirección del
progreso; y parece ocioso entonces tratar de hacer de ella distintivo de
escuela, credo político, bandera de partido; si no es para aprovechar esa
fuerza y hacerla servir al engrandecimiento de la patria, concepto más mediato, pero no por eso menos sentido y menos
grande.
La patria
es la dilatación del hogar; la región
extendida más allá del horizonte sensible; el grupo de hombres, de hogares, de
pueblos, de regiones á quienes cobija una misma enseña, anima un mismo ideal,
aquejan los mismos dolores, alientan las mismas esperanzas y pinta una suerte
común y un común destino; miembros articulados en un organismo superior, cuya
alma siente y refleja por igual las impresiones por cada uno de ellos
recogidas.
Y el regionalismo,
tal como yo lo siento y lo comprendo, es la afirmación misma de la patria, consagrándola en sus focos
vitales más íntimos, en las fuentes de donde nace: es el trabajo distribuido, metodizado;
la acción de cada uno ejercida dentro del espacio que lo circunda; el llamado
“cultivo intensivo”, aplicado al engrandecimiento de las naciones.
No podría profesarlo de otro modo.
Nada hay más quimérico, más atentatorio á las leyes
del corazón y de la historia, más anacrónico, más contrario al progreso, que
cavar nuevos fosos, levantar nuevas fronteras, establecer nuevos antagonismos,
hacer derivar del amor á la región el
odio á la patria, separar lo que
juntaron siglos de afectos, de ideas, de vicisitudes, de esfuerzos y de
sacrificios comunes, y traer la confusión babilónica al seno de esta vida de
familia, que ha creído y se ha compenetrado al calor de ese verbo inmortal que,
como el espíritu de Dios, flotó sobre las aguas, salvó el Océano y animó un
rumbo.
Todo trabajo de aislamiento es un impulso de
retroceso. El movimiento humano es expansivo.
Sé que aun quedan, como ejemplares curiosos de
especies semiextinguidas, añejos vates de gemebundo plectro, cantando en medio
al concierto armonioso de la moderna vida, dolores, persecuciones, crueldades,
ansias de explotación y de dominio, toda clase de asechanzas y de absurdos
designios; para verter sus lágrimas redentoras y vengadoras sobre tanto mal;
para concitar al odio, á la colisión, á la guerra; la guerra de pueblo á
pueblo, de región a región; la guerra de vecindad, más que de vecindad
doméstica, la única guerra “santa”, para la cual se guardan todos los acentos
de la epopeya. Quedan aun ahí para cantar lúgubremente á la dispersión, á la
distracción, á la muerte; sin apercibirse de que es su propia muerte la que
cantan, que es el mundo del cual ellos proceden el que concluye.
Entre tanto, el momento es de trabajo, de trabajo
reparador, de labor fecunda; aceptada con amor, con fe, con ánimo esforzado.
Que cuide cada uno su huerto y contribuya á cultivar la planta española con
todos sus matices de clima, de suelo, de ambiente, restaurándola en su
integridad prístina; haciendo que ahonden bien sus raíces y crezca bien su
tallo, exponiéndola á la rosa de los
vientos para emplear la expresión de un vigoroso pensador vasco,
nutriéndola con todas las sustancias de la cultura contemporánea.
Sí; levantemos la personalidad española,
vigoricémosla, desdejando hasta el espacio en que vive de prejuicios que la amengüen,
imponiéndola al respeto y á las consideraciones de los demás.
Vibran aún, en esta tierra de hermanos, que
descubrieran, conquistaran y poblaran antecesores nuestros... y de ellos;
vibran aún voces de tan depresivas como injustas, lanzadas por representantes del pueblo en el recinto mismo de las leyes. Quien amenaza á la República con
“quedar al nivel de la vieja España, agitada por sus discusiones religiosas”;
quien consagra su más alta inspiración y ofrece su más profunda gratitud á l”la
escoba americana, que barrió del continente los restos de una sociedad en
descomposición”; quien, en fin, siguiendo la rauda marcha del progreso, nos
envía un sentido “adiós” al vernos desaparecer en el horizonte, retardados en
una lontananza de tres siglos... Todo ello, so pretexto de que esa vieja España
“no se ha decidido aún á incorporar á su derecho positivo, el principio de la
libertad... del tálamo”.
No es esta una represalia que nadie ha provocado; no
es un grito de odio, que resultaría extraño en el ambiente de paz y de
confraternidad reinante, y aun resultaría como una curiosa repercusión de aquel
inmenso grito de amor lanzado, recientemente, por las ciudades españolas
conmovidas al paso de la celeste y alba bandera... No; es la manifestación,
inoportuna sin duda, de un juicio que flota en el ambiente, que n os sigue á
todas partes, que vela nuestras más íntimas expansiones, y que todos, por
instinto de conservación común, estamos en el deber de corregir incesantemente.
Nuestra vida debe estar informada por este
propósito: crecer, crecer en nosotros y en el concepto ajeno.
Que cada uno cultive su huerto, y todos contribuyan
al engrandecimiento general.
Tal es mi credo
regionalista.
¡Los que allá disienten con él... que emigren! Para
poder dominar los conjuntos, se hace necesario observarlos desde la distancia.
Por otro lado, ciertas dolencias no se curan sino por los cambios de clima.
M. A. BARES
Buenos Aires, Septiembre, 1902