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Almanaque Sud-americano para 1900 rn PDF
MANUEL A.
BARES
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Emilio Castelar
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BUENOS AIRES
108698 -
IMPRENTA, LIT. Y ENCUADERNACIÓN
DE J. PEUSER
CALLE SAN MARTÍN ESQUINA CANGALLO
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1900
EMILIO CASTELAR
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Viendo su figura, sus ojos vivos e intensos, que
irradian, el fuego de la inspiración: su bóveda craneana, misteriosa y fúlgida
como la bóveda de un templo; sus labios modelados, cincelados, entreabiertos,
como fuente, no cegada, de un manantial destinado a vivificar al mundo; su
cabeza toda, vigorosa, erguida, resplandeciente, cual si por sus poros
trascendiera, al aire que la circunda, el espíritu inmortal que la anima;
viendo su figura viene a nosotros la exclamación vulgar consagrada a los
retratos perfectos: ¡Está hablando!
Estas intuiciones, estas percepciones misteriosas,
denuncian un destino, convirtiendo a una imagen en un símbolo.
Si, está
hablando; y esta facultad en acción, estereotipada en la imagen, sobrevive
al hombre. Destacase su palabra sobre su cuerpo exánime, sobre sus labios
inmóviles y yertos, sobre su mente apagada, del mismo modo que anda, huérfana,
por el cerúleo espacio, la luz de los soles extinguidos.
Está hablando;
es decir, está en posesión de su ministerio augusto, en ejercicio de sus
funciones privativas, cumpliendo su deber, llenando su destino.
Hablar no es una ocupación vana; digan lo que
quieran los sectarios de la escuela utilitaria, y los que desprecian toda
fuerza no apreciada por la mecánica.
La humanidad debe inmensamente más a la palabra que
al hecho. Dos o tres reveladores, colocados a lo largo del trayecto humano, han
dado impulso mayor al progreso que la masa de obreros y de agentes de fuerza
habidos en todos los tiempos. Aquellos lanzan, al espacio donde todos vivimos,
al aire que todos respiramos, el polen fecundante, el germen misterioso que va
por el mundo produciendo ideas, despertando energías, moviendo voluntades,
abriendo rutas; y el mundo se renueva y se transforma a su influjo. Demóstenes
hizo más que Alejandro, Cicerón hizo más que César, Mirabeau hizo más que
Bonaparte. No sólo hicieron más; lo hicieron todo. La obra de los primeros
vive; la de los segundos ha desaparecido; y si algo de ella queda, es por
virtud del contagio de ideas llevado en sus devastaciones.
Es también una fuerza motriz la palabra. Esos
guerreros se han valido de ella para lanzar sus huestes al combate. Sólo ella
puede imprimir la fuerza de impulsión necesaria a esa máquina vasta y pesada
que se llama un ejército. “Cosa notable, dice Cormenin; lo más grandes
conquistadores del mundo aventajaron tanto en el arte de la palabra como en el
arte de la guerra”.
Sobre todos los hechos, sobre todos los accidentes,
sobre todos los trastornos, sobre todas las conquistas, sobre todas las
revoluciones, sobre la obra múltiple y compleja de todos los esfuerzos humanos,
destacase pura, serena, inmortal, la obra de Aquel cuya vida ha sido un alto
ministerio docente, y cuyo instrumento de labor no ha sido otro que la palabra.
La palabra es el éter en vibración de las almas. Sin
ella, el mundo moral permanecerá sumido en las tinieblas.
Estas organizaciones providenciales, estos
misteriosos predestinados, revélanse con las primeras manifestaciones del ser
interno.
Jesús, niño aun, desconocido, débil, menesteroso,
humilde, se extravió un día, y fue encontrado en el templo discutiendo con los
grandes iniciados sobre problemas morales y asuntos de fe. Mozart, a la edad de
siete años, deslumbraba, con su talento y su ejecución musical, a la corte de
Viena. Byron fue maltratado por la crítica por haber atentado contra la
gravedad inglesa ofreciéndola el fruto prematuro de su numen de adolescente.
Corrían días agitados. Las nuevas ideas, lanzadas
por ese cráter que se llamó “Revolución francesa”, habían impreso su movimiento
a la atmósfera, y seguían trabajando el suelo de Europa.
La reacción
detenía y hacía retrogradas a veces aquel movimiento, pero era para ceder más
tarde a su empuje. En una de esas congregaciones populares, que son como el
encauce de las fuerzas colectivas para vences los obstáculos opuestos a su
marcha, en una de esas congregaciones populares, celebrada en la capital de
España, cuando los más grandes reveladores del pensamiento nuevo habían hecho
elocuente exposición de él, denunciando los peligros que lo cercaban y
apercibiendo las fuerzas necesarias para defenderlo, un joven hasta entonces
ignorado, pidió hablar, entre la estupefacción y la curiosidad del concurso; y
su voz cautivó todas las almas. Se pidió su nombre; se llamaba Emilio Castelar,
que fue, desde entonces, el nombre de la elocuencia.
Aquel astro no tuvo orto; brilló, de improviso, en
pleno cenit, dominó todas las claridades, se enseñoreó del horizonte, extendió
sus rayos soberanos a todo el tiempo y a todo el espacio, e hizo de su patria
bien amada el reflector de la luz divina, el Sinaí del mundo moderno, desde el
cual ha descendido, durante medio siglo, la voz bajada de lo alto.
Ha subido a todas las alturas, esclareciéndolas a
todas: la cátedra, la prensa, la tribuna parlamentaria, el estrado de las
asambleas populares, haciéndose oír, desde esas eminencias, de la humanidad
entera, que se nutría con sus ideas y se orientaba con su luz.
“Cuando subís a la tribuna, le había dicho
Granbetta, todos los hombres de Estado de la Europa aprendemos algo”.
Ha explorado la ciencia, el arte, la filosofía, la
religión, la política, la historia, la sociedad, el alma, la vida; y todo lo ha
revelado, todo lo ha descrito, todo lo ha enseñado, con una profundidad de
concepto, con una diafanidad de expresión, con una riqueza de armonía, con una
intensidad de color, con una palpitación de sentimiento, con un esplendor de
imaginación, jamás, hasta entonces, conocidos. Ha engrandecido las ideas y las
cosas. El mundo resulta más bello visto por él y por él comunicado a nosotros.
Los dolores humanos despertaron en sus labios ecos de resonancia tal, que se
han propagado a todos los corazones y han conmovido a todas las almas. Ha
cultivado el ideal hasta hacerlo visible a los sentidos, para dárselo en
comunión a la humanidad postrada. Reavivó el alma popular, aterida por el frío
del escepticismo que sin cesar la invade.
Propagó y realizó el derecho. Trajo a la realidad
los principios democráticos que informan el credo político de toda su vida; y
su palabra excelsa limó las cadenas de los últimos esclavos.
Fue un creyente, porque él ha vivido de afirmación;
y ha enseñado, a los ojos profanos y faltos de potencia visual, a buscar a Dios
bajo las bóvedas misteriosas del templo y en las concavidades luminosas del
cielo.
Fue sincero, veraz, honrado; y su predicación tuvo,
junto con los prestigios de una elocuencia incomparable, los de una vida
ejemplarísima. Víctor Hugo, su alma gemela en la raza, lo saludaba diciéndole:
“Escribís la Historia, como la llenáis con vuestros hechos: altamente”.
Su vida ha sido un himno de amor a la humanidad, y
un esfuerzo hacia el bien.
Como aquella grande alma, la suya se ha ido cuando
llegaba la primavera. Diríase que esa ascensión obedece a un designio de
acrecentamiento de luz en los cielos de la patria, entenebrecidos por el
invierno y por el dolor. Fue a rendir su vida a la tierra misma en que se ha
desplegado, como si verificara una restitución. Expiró a la vista de aquel mar
sobre cuyas ondas azules flotaron sus ensueños de niño; aquel mar tantas veces
cantado por el, tantas veces por él idealizado; que reflejó en sus cristales el
arquetipo eterno de la belleza, y llevó en sus ecos las notas de la lira de la
eterna armonía; que entonó solemnes exequias a la muerte de los dioses y de los
héroes de la antigüedad helénica y propagó por el mundo su cultura. ¡También el
debí llorar la muerte de este ser, más grande que los genios de Grecia, que
trae el silencio sobre la tribuna, el duelo sobre España, la sombra sobre el
mundo!
MANUEL A. BARES.
Buenos Aires, 18 de Junio de 1.899.