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MANUEL A.  BARES
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Las formas de gobierno y la guerra

 La intervención americana ante el juicio español

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BUENOS AIRES - 1921

En el año 1917, al iniciarse el último acto del Gran Drama con la intervención en él de su último y decisivo factor, se escribieron las páginas que siguen.
Publicáronse entonces, en forma intermitente, en las columnas de un periódico. Reprodúcense ahora en forma contínua, en un folleto.
Fueron sugeridas por el juicio que, un espectador de excepción, hiciera del drama y sus actores. La presencia actual del mismo espectador entre nosotros; sus recientes conferencias sobre derecho político, el que antes relacionara con la guerra; la guerra misma, hoy como ayer de una actualidad trágica; la necesidad de juntar y fijar aquellas páginas dispersas, como medio de conservar, en su unidad nativa, el pensamiento que expresan: todo ello ha determinado su reproducción en esta forma y en este momento. Se reproducirán también, en el mismo cuerpo, y como una ampliación de dichas páginas, los conceptos que les consagrara el órgano que las acogió en sus columnas. 
Y el juicio que las motivó, fué motivado, a su vez, según en él se consigna, por dos hechos relacionados con el propio asunto, y que «lo aclaran»: La intervención de Norte América en la guerra, «asociada» a los aliados, (que implica reconocer la justicia de su causa); y la obra de un escritor inglés, que, en términos expresos, adjudica, a aquella, igual carácter.
De estos hechos, los más culminantes, los que arrojan más luz, los que lo definen, son posteriores a aquella versión.
Los nuevos hechos serán también observados aquí, siquiera sea en forma sumaria; como se apreciará, también ligeramente, el valor de los hechos que determinaron el juicio en estudio; ya que el trabajo anterior, más que sobre hechos, versó sobre doctrinas.

Véase ahora lo que se escribió en 1917.

LAS FORMAS DE GOBIERNO Y LA GUERRA.

La intervención americana ante el juicio español

 

        «La Nación» del 17 de junio de este año, publica una correspondencia de su ilustre corresponsal en Madrid, Adolfo Posada, con el título: «La significación de la guerra»; y el subtítulo: «Cada día más clara»; en la que el autor comienza diciendo:

«La significación de esta trágica lucha de las naciones, cada día se acentúa; y al acentuarse, se define y aclara. No nos equivocábamos los que, desde un principio, dejándonos llevar, quizás, de puras consideraciones idealistas, nos inclinábamos a interpretar la guerra «provocada por la agresión alemana», como pugna de concepciones, más aun que de puros intereses materiales; y como choque de culturas y de éticas, a la vez que de expansiones económicas.

«Por ahí anda un modestísimo folleto del que escribe, dado al público en febrero de 1915, «La Idea del Estado y la Guerra Europea», en el cual se afirmaba este punto de vista, especialmente con relación al alcance político y social de la guerra.

«La misma tesis se sostuvo ya en algunas otras crónicas de «La Nación». Y a medida que los días se suceden como que se espiritualizan los motivos de la lucha, y se definen con más relieve las concepciones que impulsan a los Estados y a los pueblos de los dos grandes campos.

«A nuestro juicio, en el fondo de la tragedia suscitada entre alemanes y franco-ingleses, los primeros pueblos simbólicos, se oponían dos ideales, o ideas-fuerzas, incompatibles en el mundo civilizado; de un lado, los del estado dominador, potencia de imperio, máquina opresora dentro, es decir, para «su» pueblo, y absorvente, sin reparos jurídicos ni morales, en la expansión exterior; y de otro lado, el estado comunidad moral, libre, jurídica, autónoma, democracia expansiva, con anhelos sentimentales de fraternidad universal; un estado basado en los derechos de la personalidad, tanto en el hombre como en las naciones».

De los dos ideales contrapuestos, de las dos ideas-fuerzas en lucha, es ocioso decir (para cuantos conocen la filiación política del autor de las líneas transcriptas, y de su definición de la misma en relación a la vida de los Estados modernos), que la primera está representada por Alemania, y la segunda por Inglaterra y Francia. (Alguna vez estas dos naciones habían de representar un mismo ideal y pelear juntas por él).

El autor busca, inmediatamente, el apoyo de su tesis en el testimonio de las dos partes beligerantes que forman el grupo cuyo bello ideal define (vicio de razonamiento en que ya incurriera su ilustre compatriota y compañero de causa, el señor Unamuno); citando, al efecto conceptos análogos vertidos por un escritor inglés, D. G. Herron, en su reciente libro «The Menage of peace»; y tomando del periódico parisiense «Le Temps» (el órgano más caracterizado del «chauvinismo» francés en la actualidad), la versión (como más exacta) de la definición del Imperio Alemán, hecha por el propio jefe de este Estado. Mr. Illerron, según la versión del señor Posada, formula así su tesis: «Históricamente hablando, podemos pensar que esta guerra –acaso todas las guerras- no es sino el conflicto entre dos principios rivales de vida y de conducta colectivas. La historia es la revelación de este conflicto... el relato tortuoso y engañoso de la lucha lenta y ruda, entre los principios autocrático y democrático en la dirección de la elevación humana... Nuestra historia ha de decir si el poder que prevalezca en definitiva ha de ser voluntad que proceda del amor mutuo o de a fuerza mecánica».

Este es el conflicto visto a través del criterio inglés. Si de los principios en lucha (el democrático y el autocrático) Inglaterra representa en ella al primero, el otro corresponde, naturalmente, a su rival. Esta versión inglesa de la guerra coincide en un todo, como acaba de observarse, con la personal del señor Posada, que no ocupa, precisamente, la posición del autor cuya tesis nos ha hecho reconocer como medio de robustecer la suya. Y, como si ese testimonio pudiera parecer sospechoso de parcialidad para el lector neutral, (al fin el corresponsal escribe para un público que, en tal momento, no está en guerra con Alemania) va en busca de la definición de cada uno de los referidos principios en sus propias fuentes, en sus respectivas fuentes oficiales; interpretando la doctrina en su texto auténtico; y de este modo, no puede quedar, sobre el particular, la menor duda.

Los dos principios en lucha están enunciados: el primero, o sea el «autocrático», en un documento que se llama «rescrito», producido por el Emperador de Alemania, en su carácter de Rey de Prusia, prometiendo a ésta el sufragio universal para después de la guerra; acabando, así, con un estado de derecho anacrónico, y que, especialmente, no corresponde ya al estado de conciencia política de «su» pueblo; y como premio a sus virtudes, a sus sacrificios y a su sentido patrio, puestos de manifiesto, y sellados con su sangre, en dicha guerra. El segundo, o sea el «democrático», en otro documento de su «mensaje», producido por el presidente de la Unión Americana, con motivo del ingreso de ésta en la contienda que se llamó «europea».

El autor del rescripto, habla a nombre propio, se refiere al «Imperio fundado por su abuelo», y que constituye, por lo tanto, un patrimonio de familia; y se dirige al pueblo de Prusia, a «su» pueblo, esto es, patrimonio suyo también, como parte integrante de su Imperio; prometiéndole derechos relacionados con su vida interna (un derecho más amplio) que ejercerá por delegación; puesto que la fuente primera de todo derecho seguirá residiendo en la persona del otorgante de este nuevo derecho precario, concedido en usufructo.

He aquí sus palabras, según el texto del periódico parisiense citado, de 9 de abril último: «Tengo la conciencia de mantenerme así en la vida trazada por mi abuelo, fundador del Imperio, que cumplió de una manera ejemplar su deber de Rey de Prusia, con la organización del ejército, y como Emperador de Alemania, con las reformas sociales...» Luego dice: «Despues de los formidables esfuerzos hechos por el pueblo entero en la terrible lucha, no hay, en mi sentir, lugar en Prusia para el sufragio de clases...»

El autor del «mensaje» habla, (y no podría hacerlo de otro modo) a nombre de la nación a quien sirve, y cuya soberanía es la fuente de su propia autoridad; y dice: «Cada nación (se dirige al congreso nacional) debe decidir por sí misma cómo debe obrar. Nuestra elección habrá de hacerse con una moderación reflexiva y con la tranquilidad de juicio que conviene a nuestro carácter y a nuestros intereses internacionales». «Señores: dice Wilson; he convocado al congreso a sesión extraordinaria, porque hay que tomar decisiones graves, muy graves, y tengo que asumir la responsabilidad de tomarlas. Estamos al principio de una edad en que los gobiernos, como los individuos, deben ser responsables de sus actos. Sólo los pueblos libres pueden preferir los intereses de la humanidad, a sus propios intereses».

Los dos documentos transcriptos, especialmente el segundo, han sido para el señor Posada la luz encendida en las tinieblas; la luz que «define y aclara la lucha»; luz que ha iluminado resueltamente, totalmente, el sangriento e inmenso caos («el trastorno mayor producido en el mundo después del diluvio», según la expresión de Lloyd George), mostrando los principios que luchan en su fondo, como gérmenes de una vida nueva; vida que ha de ser buena o mala, expansiva o contraída; libre, fraternal y humana, o sometida, indefinidamente, a la tiranía de fuerzas extrañas que han de deprimirla, deformarla y torturarla, en un dolor sin remisión. El nuevo ser está en formación; forjándose entre convulsiones dolorosas, no igualadas por ningún alumbramiento natural o social . Dantón señalara, un siglo atrás, a la Francia revolucionaria, como el crisol donde se fundía el bronce en que debía vaciarse la estatua de la libertad. «La estatua de la libertas, aun no está vaciada, dijo; pero hierve ya el metal». Apagado el horno se solidificó el metal y se malogró la estatua.

El mismo horno en el mismo lugar ha vuelto a encenderse, trayendo ahora combustible a él de toda la tierra. El bronce humano ha corrido, a merced de la más alta temperatura, por el territorio de Francia, ha rebasado sus fronteras, se ha extendido por el mundo; haciendo de éste un inmenso horno, o un inmenso crisol... y un inmenso sepulcro.

Ahora es necesario que la grandiosa obra no se malogre de nuevo. No se trata ya tan sólo de la victoria; se trata de la victoria inmediata, impostergable, venciendo toda dilación rompiendo con todo aplazamiento, hemos llegado, positivamente, al máximo de la tensión; estamos en la hora de las decisiones definitivas. Por eso el escritor inglés, y el comentador español, como tantos otros que sienten las angustias, los temores y las esperanzas de este momento crítico, llaman con urgencia a todas las fuerzas nobles de la tierra que aun no han tomado puesto en el combate, a intervenir en él, conjurando el nuevo peligro que amenaza la obra universal: «la paz», la paz que sería la derrota, el malogro de tanto esfuerzo, la esterilidad de tanto sacrificio, la pérdida de la «oportunidad suprema», que acaso no pueda recuperarse en muchos días de luto, de opresión y de servidumbre; la paz, que retrotraería el conflicto a los días que precedieron a su iniciación, como si las aguas del Leteo, ávidas de vidas humanas, corrieran sobre millones de ellas, las más tiernas, las más lozanas, las más vigorosas, las más soñadoras, sorbiéndolas; sin dejar huellas de su paso, ni recuerdo de su acción, ni calor de su aliento; la paz, que interrumpiría el trabajo heroico en perjuicio de la libertad, dejando abierta la huesa cavada por todas las razas en esa tierra sagrada de Francia, como una boca no saciada...

Casi tan impresionante como la guerra, es la manera de verla de estos espíritus neutrales, que profesan la tesis de la «defensa de la libertad»; especialmente en los espíritus españoles llamados de la «izquierda», (hay también, «mano» u orientación sensible, en el mundo de las almas) en cuya posición está contenido su credo. «Espíritus puros», ellos no saben nada de la realidad; diríase que carecen de sentidos, o que éstos, faltos de actividad, han perdido la función. No conocen sino una verdad: la verdad revelada; siendo herético y engañoso todo fenómeno en pugna con los sagrados textos. Son los descendientes directos de nuestros teólogos, de nuestros escolásticos de la Edad Media. Son los teólogos laicos, los teólogos que han cambiado de cátedra y de dogma; pero que como las almas justas de sus antepasados se sentaban, en la eterna mansión, a la diestra de Dios Padre; las suyas, en la temporal mansión, se sientan a la siniestra de la diosa Libertad, y de la subdiosa Democracia; ambas de la misma genealogía de la Diosa Razón; y todas, no obstante su naturaleza temporal, y su índole humana, alimentándose, cual se ve, de humanos holocaustos, como los ídolos indios.

Como todas las religiones positivas, la suya está llena de areanos, y de angustiosos enigmas. No sólo sus adeptos deber «dar la vida por la libertad», sino sacrificar a ésta la libertad misma, es decir, el libre examen. No ha mucho, el partido republicano español, había expedido una encíclica, declarando dogma de fe la comisión del delito de malversación de fondos públicos por el gobierno de la monarquía, en cierta gestión administrativa. El gobierno, como única defensa, puso el expediente respectivo a la disposición de la Representación nacional, a fin de que pudiera comprobar la existencia del delito, o la falsedad de la imputación. Un diputado de aquella comunidad, neófito sin duda, examinó el expediente, y fundado en el testimonio de su propio conocimiento, y escuchando la voz de su conciencia moral, viva aun dentro de su fe política, declaró, a nombre de ella, que la imputación era falsa.

Esta declaración era un acto de indisciplina y un atentado al dogma; y su autor fué expulsado de la comunidad; muriendo sin conseguir su rehabilitación y su restitución al seno de la iglesia.

En otra ocasión, otro diputado del mismo partido, en el mismo país, denunció públicamente haber sido torturados algunos delincuentes, compañeros suyos de causa, en las prisiones del Estado; exhibiendo, al efecto, sus ropas ensangrentadas. Médicos forenses, y otros particulares, de competencia profesional, y antecedentes personales honorables, examinaron los reclusos, y certificaron la falsedad de la acusación. Su autor la mantuvo, no obstante; y, entre sus adeptos, su testimonio prevaleció sobre el dictamen científico.

La malversación de fondos, como la tortura de penados, son, según el credo republicano, fenómenos de existencia presunta en los gobiernos monárquicos, contra cuya presunción no se admite prueba.

La fuerza de esta presunción, como el prestigio de aquel testimonio, no sólo son inquebrantables, sino que, entre los elementos llamados «avanzados», pueden determinar sugestiones graves. Cánovas fué asesinado, como se sabe, a virtud de acusaciones semejantes.

Volviendo a nuestro caso. Una democracia consagrada, acaba de incorporarse, formalmente, al sangriento conflicto, al lado de uno de los grupos de combatientes, o formando parte de él: del mismo que ostenta la divisa de la «defensa de la libertad y del derecho»; divisa veraz, según se ve.

No ha sido personal y directamente provocada, no ha sido atacada, no ha sido herida, ni en sus intereses, ni en su honor; ninguno de los hechos que, según las reglas del derecho de gentes universalmente admitidas, pueden servir de fundamento a un conflicto armado, se había producido aquí. Es verdad que algunos hijos suyos cayeron en el lejano campo de la acción, sin ser actores en ella; pero es que habían ido, deliberadamente, hacia ese campo declarado de peligro; y la guerra, en su fatal y azaroso desarrollo, no elige, no puede elegir a sus víctimas. Cruzar bajo la tormenta, es exponerse a ser fulminado por el rayo. Así ha debido entenderlo la propia parte interesada, cuando, a raíz de los sucesos, no intentó vengarlos, ni incorporarse a la acción fundándose en ellos. Cuando lo hizo, fué, puede decirse «en frío»; cuando ningún hecho, como queda indicado, se había producido, capaz de determinar tal actitud. Luego, al hacerlo ahora, y en tales circunstancias, es porque acaba de descubrir que en esta guerra, acaso desde su origen, se ventilan intereses de orden moral que son también suyos: el «derecho» y la «libertad», comunes a todos los pueblos, especialmente a los llamados «pueblos libres»; y que la defensa de estos altos, y eternos, y universales intereses, estaba, en efecto, en manos del grupo al cual se ha incorporado.

Su intervención, pues, que acaso se sale de los cánones corrientes de la guerra, y de los antecedentes personales del actor, es algo más que un nuevo aporte de fuerza, un nuevo factor de decisión de la lucha: es, ante todo, un fallo; una definición de la misma.

El carácter del juez, parece conferir autoridad al fallo, según la doctrina en uso.

Una «democracia» no dilinque, un «democracia» no se equivoca, un «democracia» siempre tiene razón. Una «democracia» es un pueblo en el ejercicio de la soberanía; y un pueblo nunca es instrumento de su propia seguridad y de su propio bienestar, dentro de pautas de derecho comunes a todos los pueblos.

No puede violar, en los demás, sus propios principios constitutivos; no puede, no debe atentar contra la vida de aquéllos, porque eso sería contradecir sus fines propios, sus fines consagrados. Un pueblo no se organiza para ejercer el despojo, como las bandas de malhechores; sino para realizar los altos fines de toda vida colectiva. Todas las constituciones democráticas llevan impresos en su frente, como lámina de bronce en el pórtico de un monumento glorioso, esos fines intangibles de su vida. La joven «democracia americana» ostenta el suyo, que ha servido de pauta a todos los demás organismos análogos, surgidos a la vida con posterioridad en el continente: «Nosotros, pueblo de los Estados Unidos, con el fin de formar una unión más perfecta, establecer la justicia, asegurar la tranquilidad interior, proveer a la defensa común, y asegurar para nosotros mismos y nuestra posteridad, los beneficios de la libertad, ordenamos y establecemos la presente constitución para los Estados Unidos de América.»

Los fines expuestos, no hacen sino a ese organismo; y la acción de éste, tiene que referirse, necesariamente, a sus fines, es decir, a su vida. Otros pueblos y otras vidas serán inaccesibles a esta acción, si ha de respetar en ellos el principio de su propia soberanía, que, como aquéllas, nace y muere dentro de sus fronteras territoriales; ya que no existe sociedad política que pueda funcionar sino teniendo por base una expresión geográfica, con dominio sobre ella.

Pronto, sin embargo, la incipiente «democracia americana» adquirió vida tan potente y expansiva, que concluyó por romper sus moldes legales, convirtiéndose de «nacional» en «continental»; y declarando que, el mundo nuevo, no podría ser asiento sino de las nuevas nacionalidades nacidas en él; y éstas, regidas por el nuevo principio de la soberanía popular. La aplicación de este nuevo derecho sufrió sus alternativas, como se sabe; y sus más graves violaciones fueron obra del propio poder que lo proclamara; pero, si el principio de la intangibilidad del territorio anexo a la soberanía de las naciones fué violado en el continente, un esfuerzo creciente fué encaminado a la consagración definitiva de la forma democrática de gobierno en el mismo. Ese esfuerzo, encontrando estrecho ya dicho continente, cruzó los mares, y llevó al continente novísimo el impero de la «democracia americana», bajo el dominio de su mayor Estado. Esta expansión territorial tan gigantesca, y tan en pugna con el principio de las «autonomías nativas», lleva cierta confusión a la mente; pues no deja apreciar, con la debida claridad, si el esfuerzo denunciado se encamina, de preferencia, a la realización y mayor difusión del ideal político, o a la mera adquisición de territorios, y sometimiento de pueblos.

ahora mismo, el propio esfuerzo se encamina hacia la vieja Europa, como una corriente de vida que remonta su curso; aparentemente, para renovar esa vida en su fuente, para rehacer su derecho fundamental. Hasta a Rusia, virtualmente Asia, pretende llevar el «espíritu nuevo», bajo su forma consagrada: la «democracia»; Jordán donde han de lavarse los crímenes de ese pétreo mundo, sumido en siglos de barbarie.

La liquidación definitiva de la guerra mostrará, con toda claridad, los móviles de este nuevo y poderoso factor en ella.

Los hombres de doctrina, con fe profunda en sus dogmas, se adelantan a los resultados de la experiencia, al testimonio de los hechos por venir, como prescinden del testimonio de los pasados hechos, extrayendo el móvil de la acción, del credo político, su única fuente de verdad.

Para estos devotos, para estos videntes, no hay otra realidad que la realidad del dogma. Un pueblo constituído ostensiblemente según cánones políticos consagrados, no es sino un credo hecho carne. Toman el credo, por el creyente; toman el atributo, por el sujeto. no importa que el atributo sea nominal y falso; basta que sea formal.

Una «democracia consagrada se ha incorporado a la guerra, en defensa de los ideales que informan su vida; y su inclinación, como se ha dicho, define la lucha: del lado de su inclinación están la «libertad» y la «justicia». No sería difícil probar cómo esa vida, no obstante su constitución democrática, fué, en todo momento, una contradicción sangrienta con su credo ostensible; pero esa prueba no puede admitirse; el rótulo es la única garantía del contenido.

¿Qué es una «democracia»? Es el gobierno de un pueblo ejercido por sí mismo; teniendo por base la libertad, y por norma el derecho. Su acción se reputa siempre armónica con estos sus principios constitutivos; de otro modo, sería negativa de su propia vida.

Para fundar esta presunción, no hay que averiguar si esa «democracia» es efectiva o nominal; basta, como se ha dicho, que sea formal tan sólo. No hay que averiguar, tampoco, si aun siendo efectiva, es inteligente, ilustrada, buena, justa. A menudo no es nada de esto.

Una democracia ilustrada, presupone un pueblo ilustrado; y un pueblo, cualquiera que sea, cualquiera que sea su grado de adelanto con relación a otros pueblos, es inferior, siempre, a las partes salientes del mismo; bajo cualquier régimen de gobierno (porque un pueblo no es una llanura, sino una región accidentada). La masa del pueblo (o el «pueblo», en su acepción vulgar), sí, ocupa el llano; y es por esto menos accesible a la «alta cultura». Castelar (testimonio nada sospechoso, aunque mereció por ello, de gentes ignaras, el dictado de «aristócrata») dijo en una ocasión memorable: «Las ideas son como el sol: lo primero que alumbra es la cumbre de las montañas». Las masas, por lo tanto, y aun un pueblo, o la mayoría del mismo, puede no tener razón; puesto que ésta no se establece a mayoría de votos. La razón no es, necesariamente, patrimonio del número, sino de la unidad; no es, no puede ser nunca, una propiedad colectiva, sino individual; individual por esencia, puesto que ella radica en el «yo» interno. Galileo tuvo, é solo, razón contra el mundo de su tiempo. Pueden no tenerla hoy mismo muchos hombres en no pocas cuestiones; y la suma de esas unidades negativas, no puede dar un producto positivo. Taine (otro testimonio insospechable), estudiando el valor o la eficacia del sufragio universal en Francia, formuló así la misma ley: «Diez millones de ignorancias, no forman un saber».

En suma: un pueblo, por ser pueblo, no es más ilustrado que las clases elevadas del mismo; «clases» que perduran bajo todas las formas de gobierno, y a las cuales se les llama aún «clases directivas».

Lo que se ha dicho del saber, puede decirse de la bondad.

Los pueblos tampoco son buenos, necesariamente, por ser pueblos, sino en cuanto estén formados por hombres dotados de aquella cualidad. Un pueblo bueno (si fuera posible este producto en toda la integridad del concepto) no sería sino la suma de bondades individuales que lo forman. Luego, la bondad no reside en el número, ni siquiera en la organización de éste, sino en sus componentes; y una democracia hecha de hombres perversos (si también fuera posible este producto) no sería un instrumento de realización del bien, ni bueno en sí mismo.

Ni como elemento educativo podría decirse que fuera total y decisiva su influencia. Sin negar ésta bajo algunos aspectos (el concepto de la igualdad, y el da la soberanía integral, fundada en ella, por ejemplo, elevando la dignidad moral del hombre), bajo otros, menos teóricos, pero más prácticos, puede ser de efectos negativos en relación a la elevación del nivel social. Se ha criticado, a mi juicio con razón, la declaración de los «derechos del hombre», formulada por la revolución francesa, olvidándose de la prescripción de sus «deberes». En el deber está contenido, virtualmente, el derecho, siendo su más firme sostén.

Pero el derecho del «gobierno propio atribuído al pueblo, es falso, lo mismo en el régimen democrático que en cualquier otro. Eliminada la «democracia directa, impracticable, sobre todo, en la vida de las grandes masas, ha sido substituída por la «democracia delegada, que es una simulación del gobierno propio. Gobernando por representación, no es el representado el que gobierna, sino el representante; y éste no lo hace nunca, consultando la voluntad de aquél, sino la suya propia; bien que dentro de formas consagradas, y principios generales preestablecidos; por eso ha sido desautorizado el «mandato imperativo. Y hasta esos mismos principios generales preestablecidos, esos que se llaman principios orgánicos, son dictados también por poderes delegados.

Así, se ha observado, con razón, que la soberanía no es una facultad permanente; que es intermitente su función, ejercida de tarde en tarde, y en el sólo y fugaz momento en que el ciudadano se desprende de ella, justamente: en el momento de votar. Ya se ha dicho que él no sigue ejerciéndola por medio de sus representantes legales: 1.º Porque éstos, en rigor, son elegidos por él, pero representan a la nación. 2.º Porque cualquiera que sea la representación que ejerzan, obran con sujección a la voluntad propia, no al mandato ajeno; estando limitada su acción tan sólo por las restricciones de carácter general antes indicadas.

No es, pues, el pueblo, propiamente dicho, el que ejerce el gobierno de la sociedad en las llamadas «democracias, sino una parte de él; y no tampoco una parte cualquiera, ni aun la más identificada con la mayoría del mismo, sino una clase de hombres que llamaríamos una «clase social, superior a la masa por su ilustración, por su fortuna, por sus hábitos, por la misma elevación y apartamiento en que viven tradicionalmente, en relación a los demás miembros de la sociedad general. Resulta así que tenemos, dentro del concepto político de la «democracia», un gobierno «aristocrático» de hecho, y aun podría decirse de derecho; que obra por representación pero con arreglo a su propio criterio, y bajo su personal responsabilidad.

Este gobierno aristocrático (el «gobierno de los mejores», según la definición clásica) que prevalece en toda sociedad normal y sana, aun dentro del llamado «régimen democrático», es el único racional y humano, pues obedece al sentimiento innato de buen gobierno, vivo en el pueblo al través de todas sus transformación legales. El gobierno de los mejores, si es un fenómeno que denuncia un instinto social, obra, a su vez, en la sociedad, elevándola constantemente a su nivel.

al contrario, cuando, por efecto de la corrupción de los partidos políticos, que suplantan la voluntad nacional en interés suyo, llevando al gobierno del Estado instrumentos de ese interés; o por la pasión y la ignorancia de las masas, que aspiran a verse reflejadas en la altura; o por otra circunstancia extraordinaria, cae, dicho gobierno, en manos de los peores, la sociedad, toda, tiende a moldearse sobre ese tipo. Una democracia que, por cualquier contingencia, obrara de ese modo, sería una democracia regresiva. La democracia, si ha de ser progresiva, debe tender a hacer de la sociedad toda una aristocracia. Es la ley de la evolución, que preside la existencia de los seres orgánicos: la evolución, es decir, el movimiento de abajo arriba, y no a la inversa.

En todo caso, la democracia pura, el gobierno del pueblo por el pueblo, no existe hoy, acaso no exista nunca: el pueblo elige; pero sólo la parte de este pueblo más apta, más digna, de mayor prestigio, es la que gobierna. Con la democratización de los gobiernos, crece la necesidad de la especialización de los conocimientos aplicados a la administración pública. La máquina gubernamental es más complicada, cuando más factores intervienen en ella. Los pueblos, a medida que entran sus derechos en acción, y crece su riqueza, exigen mayores garantías de bondad, seguridad y eficacia, en la gestión administrativa del Estado; y cada día es mayor, también, su fiscalización sobre ella. Es verdad que no faltan, dentro del nuevo régimen, gentes que creen en el milagro del voto popular; que éste lo puede todo, hasta hacer un cónsul de un caballo, cual lo hiciera el cesarismo romano; pero todos saben que el milagro ha sido universalmente abolido, hasta en política; y que, en lo que afecta a la administración pública, y bajo todas las formas de gobierno, existe siempre, tras de cada caballo (cónsul nominal), un hombre (o cónsul efectivo), y un hombre versado en la gestión de los negocios públicos. Todas las constituciones políticas modernas, aun las más democráticas, si bien han puesto los empleos públicos al alcance de todos los ciudadanos, han fijado a éstos una condición insubstituible al efecto: la de la idoneidad; creando así una aristocracia nueva, sobre la abrogación de la antigua. La nueva aristocracia es más infranqueable que la anterior, porque aquélla la hacía el rey, y ésta escapa a la potestad del Estado.

En suma: una democracia formal no es, necesariamente, una democracia efectiva; y aun siéndolo, su bondad no se mide sino por la bondad de su contenido, es decir, del pueblo de cuya soberanía es expresión. Y un pueblo no es obra de una constitución política, sino que, por el contrario, es ésta obra de aquél. Un pueblo no es una improvisación, ni una creación de estadistas, ni un fenómeno de gobierno: es un ser natural, vivo, antiguo, permanente, que persiste sobre el cambio de sus formas y sus instituciones políticas; y es obra de la raza, del tiempo, de la educación, del medio, de la herencia. No busquemos su origen, porque no sabemos nada, tampoco, del origen del hombre. Una vida no se crea por decreto; no se promulga, como se promulgan las leyes positivas. El pueblo es anterior al gobierno; la nación es anterior al Estado. El primero es un ser real, de existencia visible; el segundo, es una entidad ideal, de existencia jurídica tan sólo. ¿Cómo un ser ideal va a estar dotado de atributos morales?

Puede un sistema de gobierno ser mejor o peor que otro, según los principios de la razón y de la naturaleza humana, y, singularmente, según la naturaleza especial, y especiales necesidades, del pueblo a cuya vida ha de adaptarse; pero su apreciación debe hacerse en relación a esa vida. En relación a otro pueblo u a otra vida, no cabe apreciación, porque no los afecta; y la cuestión queda así sin resolver. Será, entonces, tanto mejor el sistema cuanto más se amolde a la naturaleza moral del hombre, al ideal de justicia y a la peculiaridades del pueblo de cuya vida habrá de ser expresión formal. Una constitución política inarmónica con la constitución biológica de un pueblo, es un hecho arbitrario, sin valor moral ni positivo: es también un hecho injusto; es, en fin, un instrumento de simulación, de perturbación y de tortura, que constriñe la función y retarda el progreso del pueblo en vez de promoverlo. Las mayores catástrofes provienen de esta contradicción.

Hay improvisaciones arbitrarias de ésta, que no se corrigen en siglos de lucha. Algún ejemplo de ello nos lo ofrece nuestra propia vida circunstante. Los constitucionalistas argentinos del período orgánico, han hecho una obra teórica, sólo justificada por la pureza de las intenciones. Al promulgar una nueva soberanía, creyeron que con ella surgiría a la vida un pueblo nuevo, realmente, independiente, sin tradición, sin raíz, sin abolengo: un milagro. Y a este ser nuevo le dieron una forma nueva también, tomada de los principios abstractos, nuevos a su vez, salidos a media cocción del horno de la Revolución francesa, del espíritu de la Enciclopedia, de las instituciones americanas. Sólo uno, entre esos políticos, tuvo la noción positiva y científica del gobierno de las sociedades; verdadero portavoz, en su tiempo, del pensamiento aristotélico, tan lejano y tan cierto: ese político fué Alberdi. Para Aristóteles fué ya el Estado un fenómeno biológico-social; debiendo, por lo tanto, adaptarse a las leyes del vivir colectivo. «Es evidente, ha dicho, que un Estado es obra de la naturaleza, como todos los demás: que el hombre es, naturalmente, un animal político; y que, quienquiera que sea, natural y no accidentalmente, inapto para vivir en sociedad, debe ser inferior o superior al hombre».

La moderna ciencia política, ha vuelto a este viejo principio abandonado; sobre todo, desde que se inició la reconquista de la soberanía nacional en el campo del derecho. Las constituciones políticas «avanzadas» fuerzan a los pueblos a un viaje de fatiga, a menudo sangriento. La historia argentina es un viaje penoso y accidentado hacia sus instituciones escritas,  que todavía no han sido alcanzadas. Sus hombres, ahitos de teoría, tanto como ayunos de experiencia, se han dejado engañar por el «Contrato Social», la lucubración más prestigiosa del momento; y han forjado un Estado de artificio, ajeno a la vida de que debía ser órgano. La vida sigue su curso; y el Estado, incrustado en ella, sigue en pie, por el respeto debido a las formas consagradas; hasta que se establezca entre ellos la armonía.

El Estado, pues, no es un factor de vida colectiva, sino el realizador del derecho en ella, es decir, un elemento de armonía entre los elementos que la integran. Acaso es en Alemania donde el estado tiene una función más humana; pero esta acción la honra, a juzgar por sus resultados; pues ya se ha visto que la llamada «autocracia» alemana ostenta menor número de delincuentes y de analfabetos que las «democracias» contrarias.

Sintetizando la materia, tratada en verdad con mayor extensión de lo que me proponía:

1.º La democracia, como expresión del gobierno del pueblo por sí mismo es falsa: ningún pueblo, en el momento actual, ejerce hoy dicha función, por ser impracticable.

2.º Aunque el gobierno popular propio, en su acepción rigurosa, fuera practicable, y existiera, él no sería mejor que el confiado de hecho a los elementos más aptos del mismo; porque la bondad de la función, en gobierno, como en todo, guarda estrecha relación con la bondad de sus factores.

3.º La bondad de un sistema de gobierno, juzgado en principio y según los dictados de la razón, no implica necesariamente, la bondad del pueblo que lo ha adoptado. Esta adopción, puede no ser suya, sino de sus estadistas; y aún siendo suya, puede no responder a su vivir íntimo, sino a una sugestión de doctrina, arbitraria siempre. En todo caso, no puede apreciarse la bondad del pueblo sino en el pueblo mismo.

4.º Los vicios de un sistema no afectan sino al pueblo que los sufre; y toda ingerencia extraña en el asunto es un atentado a su soberanía. esos vicios, si no hubiera otra forma de corregirlos, pueden dar margen a la acción armada de los ciudadanos que viven bajo esa soberanía, nunca a una guerra entre naciones.

5.º Esto sentado, la responsabilidad de la presente guerra, como la manera de hacerla, debe ser estudiada en la guerra misma, en los hechos que la determinaron y en cuantos constituyen su tejido; observados sin prevenciones, sin prejuicios, sin apriorismos de escuela, libres de toda coacción doctrinal de orden político; pues ya se ha visto que las normas políticas no hacen sino a la vida interna de los Estados, y son un fenómeno de la soberanía de los mismos. En la vida de relación entre ellos, basta que cada uno respete la existencia y la personalidad de los demás, como quiera que esté constituída; respeto incompatible, precisamente, con todo intento de implantar, en un Estado extraño, una extraña concepción de su propia vida.

Debe ser también estudiada la guerra en sus precedentes históricos; y en los antecedentes personales de sus factores, su educación, su carácter, su genio, su conducta.

Yo pienso también, como el señor Posada, que hay más intereses morales que materiales en lucha en esta guerra; como creo que su decisión ultrapasará su teatro, con ser grande; y tendrá un carácter más permanente que temporal. Pero estoy muy lejos de verla como él la ve; de apreciarla como él la aprecia. Mi punto de vista es, decididamente, más amplio; mi juicio más personal y más humano; debido a mi posición de independencia, libre de toda disciplina de partido. Por lo pronto, no tomaría nunca su definición de los propios actores en ella; cuyo solo carácter los hace sospechosos de parcialidad, cuando no de incapacidad; despojándolos, resueltamente, de toda autoridad al efecto. No tomaría tampoco su definición de cánones de partido; de banderías políticas determinadas, de criterio cerrado siempre. El drama es universal, afecta una universalidad de credos, de doctrinas, de sentimientos, de ideas, de intereses. Es un drama humano, y con humano sentido de justicia. Un observador extraño (si quedan observadores extraños ante el magno espectáculo) debe elevarse hasta el más alto punto de vista, para dominar dicho espectáculo en toda su extensión, en su total comprensión; y sustraerse, en su debido examen, de toda pasión propia o refleja, que lo inclinaría en la lucha, incapacitándolo para juzgarla.

Ahí, cuando un escritor británico dice que esa lucha está trabada entre «la voluntad que nace del amor mutuo», representada por su pueblo y los que le siguen; y «el poder que nace de la pura fuerza mecánica», personificado por Alemania, debe examinarse cuidadosamente si la obra de Inglaterra, su obra maestra, «su obra», por definición –esto es el «Imperio Británico», de jurisdicción universal-, debe examinarse si esta obra es un hecho que abone aquel aserto.

Y cuando el presidente de la Unión Americana acepta la tesis inglesa, el principio inglés en la guerra, y se incorpora a ésta en defensa de aquél, proclamando, al hacerlo, que su pueblo, como los antiguos cruzados, empuña las armas para defender el ideal, en América, como en Europa, porque «los pueblos libres anteponen siempre los intereses de la humanidad a los suyos propios», no se puede menos que confrontar la obra de este otro Imperio... democrático, con el principio proclamado por el mismo en ocasión tan grave.

Y es que no puede llevarse ya a los hombres a la muerte bajo falsas enseñas, que es la más trágica aberración de la historia.

Y si el observador, en el caso presente, es español, por honda que sea su fe política, por grande que sea su disciplina y su respeto por las formas consagradas, por sincero que sea su culto por las religiones confesionales, y por sereno y frío que sea su temperamento; con todo esto, no podrá menos que sentir erizársele las carnes y oprimírsele dolorosamente el corazón, viendo surgir, ante el principio proclamado, el espectro ensangrentado de su patria: que ha dejado sus carnes laceradas, y su vida en ruinas, en manos de aquella democracia altruísta y desinteresada. ¿O es que España no pertenece a la familia humana; y su flagelación y su despojo no afectan al principio del respeto a los «intereses de la humanidad»? ¿Somos acaso una raza negativa, una raza pecadora, una raza de penitentes, que bendecimos la mano que nos hiere, encontrando en nuestro dolor el testimonio de su justicia?

De este fenómeno nuestro (fenómeno de raza en cierto modo) me ocupo con más detenimiento en otra parte.

Pero, en general, la guerra debe ser estudiada en su propio proceso, en sus antecedentes históricos y en sus factores; nó en los lemas políticos, parciales y convencionales siempre. Ella es una obra de realidad, viva, convulsa, que mana sangre; y debe ser examinada y juzgada con la amplitud de criterio y serenidad de juicio que la grandeza del asunto exige.

Por lo demás, y aun tratando dicho asunto con criterio político, conviene rectificar los errores mismos de este orden; ya que hemos convenido en que la tragedia debe ser depurada de toda falsedad. Flotan, en efecto, sobre ella falsas voces, nacidas a su calor, como las chispas de un incendio; voces forjadas por los contendientes, como armas de combate; que esgrimen también, inconscientemente, las masas extrañas, como instrumentos de repercusión. Pero los hombres superiores, los hombres ilustrados, ajenos al conflicto, deben vedar esas armas; en nombre de la verdad y en homenaje a la justicia, que es su interés supremo. Ellos deben decir a esas masas sugestionadas, que aunque los diversos sistemas que rigen el vivir interno de las naciones pudieran determinar un choque entre ellas, como medio de hacer prevalecer un sistema sobre los demás, y con él la hegemonía del pueblo que lo profesa, ese choque no ha podido producirse aquí, sencillamente porque no existe la antinomia de doctrinas de que se habla. Bueno es que usen el dicho los combatientes, a los efectos del combate; pero no es para ser recogido por los neutrales. Y la parte de éstos poco familiarizada con los conocimientos geográficos, no debe buscarlos en la literatura de la guerra; que no tiene la misión de dar nociones ciertas al respecto.

Conviene, pues, decir a esas masas, que no existen tales principios políticos en lucha; que los mismos términos de la antítesis establecida al calor de aquélla son, ambos, igualmente falsos; que no hay tal «democracia» en sus contrarios. Conviene decirles que Alemania es una monarquía constitucional; como Inglaterra e Italia, son monarquías parlamentarias. Que Alemania es una confederación de Estados; como es Francia una República centralista; y que el régimen constitucional de aquélla es el mismo de la república de la Unión Americana; con la diferencia de que la constitución de la República confiere al ejecutivo más poder que la del Imperio, como es la facultad de vetar las leyes, de que éste carece; como carece del derecho de intervenir en la vida de los Estados confederados. Que los poderes electivos en Alemania tienen por fuente el sufragio universal, lo que no sucede en Inglaterra. Y que sí Prusia, por ejemplo, como Estado del Imperio, conserva un, en lo que afecta a su vida local, el sufragio restringido (como Inglaterra), el jefe de ese Estado (que es a la vez el jefe del Estado alemán), ha propuesto ya, como se ha visto, la reforma de la ley, en sentido amplio. Y al proponer, o prometer esa reforma, no lo ha hecho como el Señor que otorga un beneficio a sus súbditos: sino como un poder colegislador, que tiene también la iniciativa de las leyes.

Por lo demás, cuando el Emperador de Alemania, habla de «su» Imperio y de «su» ejército, usa el lenguaje de todos los reyes, bajo todos los sistemas de gobierno; ya que aquéllos, cualquiera que sea la extensión de su poder, se conceptúan siempre como la personificación viva de la patria. El Rey de Inglaterra (la patria del derecho constitucional y del sistema parlamentario), ha invocados cien veces en esta guerra a «sus» ejércitos, «sus» escuadras, «su» pueblo, «su» reino, «su» Imperio. En Inglaterra, y por una ficción de la Edad feudal, todo el territorio patrio es de propiedad del Rey.

No hace mucho, un conocido profesor y publicista argentino, a su regreso de un viaje por Europa, daba cuenta en un periódico de esta capital de una entrevista celebrada por él con el Rey de España. El visitante reeditaba ante el monarca español la descripción más o menos viva de las inmensas riquezas que atesora el inmenso suelo de su patria; pintura que provocó esta exclamación en el augusto oyente: «Esas tierras fueron mías». Y, sin embargo, cuando esas tierras pertenecían al dominio español, el actual monarca no existía en realidad; pero existía acaso en sus antepasados, o sus antepasados viven hoy en él, o vive la institución a lo largo de la sucesión de sus miembros; por aquella otra ficción, que es también del derecho inglés, de que «el Rey no muere».

Estas son las varias formas usadas por todas las monarquías reinantes en la actualidad; trasunto de un derecho efectivo en otro tiempo.

Pero es tan cierto que el Imperio alemán es obra y propiedad del emperador, como lo es que éste y su Imperio son los autores de la presente guerra, encarnizada, a falta de otro objetivo preciso, visible y confesado a ensanchar el dominio personal de dicho soberano hasta los últimos confines de la tierra; haciendo vasallos suyos a todos los hombres que la pueblan. ¡Motivo mitológico!

Entretanto, el drama se intensifica y se complica a medida que se «aclara». Especialmente, la «claridad» que la intervención en él de la «democracia americana» proyecta sobre el alma española, constituye uno de sus aspectos más importantes y enigmáticos.

A los ojos de esa alma, la nueva intervención define resueltamente el drama, fijando con precisión sus términos, la posición de sus actores, los ideales de éstos: «De un lado, el Estado dominador, potencia de Imperio, monarquía opresora dentro, es decir, para su pueblo, y absorbente, sin reparos jurídicos ni morales, en la expansión exterior; y de otro, el Estado comunidad moral, libre, jurídica, autónoma, democracia expansiva, con anhelos sentimentales; un Estado basado en los derechos de la personalidad, tanto en el hombre como en las naciones...»

Esta definición resulta arbitraria, si se la relaciona con el mundo real, sensible, afecto a la jurisdicción de nuestros sentidos; pero acaso no lo es, relacionada con el mundo ideal del definidor.

Ningún pueblo, que se sepa, ha sabido los efectos de la expansión externa del llamado «Imperio dominador», desde la constitución de éste; pero muchos han sufrido los de la «democracia expansiva», informada por anhelos sentimentales, basados en los derechos de la personalidad, así en el hombre como en las naciones... »

Cuando la nación española sufrió aquel doloroso desgarramiento, aquella mutilación y aquella afrenta; cuando fué despojada del mundo que ella creara al calor de su propia vida; cuando fué arrojada, cobarde y brutalmente, de este mundo suyo, por aquella democracia calificada hoy, por el propio pensamiento español, de expansiva, sentimental y altruista; cuando esto se hacía, ese otro que también se define de «imperio opresor», (un imperio opresor que vive, estrictamente, dentro del solar nativo de su raza) intentó mover las fuerzas de Europa en su defensa, y éstas no han podido responder a su llamamiento, interceptadas, especialmente, por el poder británico, rival de España en los siglos y principal colaborador de la separación hispano-americana. No sólo trabó Inglaterra la acción de Europa en favor del derecho de España atropellada, sino que puso la suya al servicio del atropello, cerrando el canal de Suez al paso de las naves españolas que acudían a la defensa de la soberanía patria, amenazada, no ya en América, sino allá, en el extremo Oriente, por desplazamiento de la agresión del propio enemigo. Hoy mismo, con motivo de la cooperación americana a la causa de Inglaterra, (do ut des) ésta exhibe aquel título creditario, al mismo tiempo que rememora el intento alemán que lo provocó, como medio de reforzar dicho título. Pero el propio título sirve a la vez para determinar la adhesión del alma española a la misma causa; estimándola beneficiosa, en principio, a los derechos de la personalidad, así en el hombre como en los pueblos.

¡Qué impresionante es todo esto!

Por lo demás, estaba reservada a la «democracia americana» la nota más sorprendente y trágica de la presente guerra.

La «Gran República», que es granda en todo, hasta en sus vicios, pues, como dijera el escritor inglés, «todo guarda allí relación con la magnitud de su territorio», ella ha venido, una vez más, a rectificar las que parecían más sabias teorías, a someter a ruda prueba los que se conceptuaron más sólidos principios. Montesquieu, que afirmara que la república sólo era posible en los pequeños territorios, fracasó allí. Kant, que designara la misma forma de gobierno, como el único instrumento capaz de realizar su noble sueño de «la paz perpetua», fracasó también.

Como decimos, la intervención de la «Gran República» en la presente guerra, y su intento de aportar, a la misma, la acción toda del continente, es, no sólo su nota más impresionante, sino la nota más impresionante, de la historia. Es impresionante su oficiosidad, su decisión serena y fría, su falta de motivos, de pasión, de calor bélico; la sorpresa de su acción; sus votos de paz, formulados, puede decirse, desde el interior de su tienda de campaña; la contradicción flagrante de su actitud con su carácter formal y sus credos humanitarios y jurídicos. Recuerda a Luis XI maquinando sus hecatombes, mientras repasaba las cuentas de su rosario. Ha hecho de la guerra un definidor del derecho; queriendo también consagrar sus doctrinas legales con holocaustos humanos, como las antiguas religiones. y sin menoscabo del principio de la soberanía de las naciones, sin cesar proclamado, ha mandado sus legionarios a levantar el continente: cómo iban los legionarios romanos a acelerar los movimientos tardos de las regiones apartadas del Imperio.

Un definidor del derecho por la guerra, debía ser un jurista. Cada uno define las cosas a su manera. El hecho era fatal, determinado acaso por leyes atávicas; y el hombre que le tocara en suerte decidir los destinos de ese pueblo en la hora de la realización de éstos, debía valerse de su instrumento predilecto a tal fin. El actual presidente de la Unión, debía, por todo esto, dar la nota más impresionante de la historia de todas las guerras.

Y aquí, otra rectificación necesaria para concluir con este asunto. Wilson no consultó la voluntad nacional para incorporarse a la guerra y elegir su puesto en ella. Todo esto, fué obra personal suya: Intervino cuando quiso, y como quiso; y si, tomada su decisión, llamó al parlamento, fué tan sólo para que éste refrendara sus actos; rindiendo así, una vez más, culto de respeto a las formas legales.

Y hoy contempla sereno, inmutable, satisfecho acaso, cómo el calofrío trágico se extiende por el continente; y cómo la «Gran República» extiende su jurisdicción sobre el mundo, siquiera sea surcando mares de sangre, de ruinas y de muerte.

Julio de 1917.


LAS FORMAS DE GOBIERNO Y LA GUERRA.

La intervención americana ante el juicio español

 

En nuestro número de ayer hemos terminado de publicar el hermoso estudio, al que hace referencia el título de este comentario; estudio original de don Manuel A. Bares.

Su importancia, el fondo de su exacta doctrina constitucional, las oportunas observaciones que contiene, justamente impregnadas de un dejo de irónica amargura, y el acierto y claridad de estilo con que, de un vez por todas, destruye los errores y falsedades, torpemente acumuladas alrededor de unas acomodaticias teorías de «Democracia y Libertad» y de «Reacción y Derecho», hacen de ese acabado estudio del distinguido y conocido publicista, una de sus producciones más depuradas.

Ha sido mucho lo que se ha fantaseado, acerca de las falsas democracias sajonas (la inglesa y la norteamericana) y del supuesto despotismo alemán, para que un enamorado de la verdad, como Bares, no pusiera las exquisiteces de su estilo, lleno de calor y de entusiasmo, por estar pletórico de vida y del ardor que la propia y honrada convicción da, en la defensa de lo que, con las malas artes de la argucia ententista, se combate; sin ver que es la realidad de los hechos la que primero se pone en contra de esas maniobras, con que se pretende engañar la credulidad de las masas ignaras.

En ese estudio, que acabamos de publicar, habrán apreciado nuestros lectores a lo que queda reducido, en la vida de los pueblos, el credo democrático: a una pequeña oligarquía de los más ilustrados y competentes para el gobierno (cuando no de los más audaces y desaprensivos), que todo lo resuelve en nombre de una ficticia representación popular, según sus deseos, sus ambiciones o sus egoísmos personales.

Convirtiéndose, por tanto, el poder en la gestión de uno o de unos pocos, ya se trate de democracia republicana (Estados Unidos), de repúblicas centralistas y absorbentes (Francia); de monarquías parlamentarias y representativas (Inglaterra e Italia); o de imperios organizados federal, y por tanto democráticamente (Alemania); la cuestión del buen gobierno, como prueba Bares, radica en la bondad y rectitud de sentimientos y propósitos de los que ejerzan el poder, para que su gestión sea en provecho de la masa, ya que ésta nunca, ni aun indirectamente, influye con su voto electoral en los destinos nacionales.

Justa es la indignación de Bares, partiendo de estos sanos conceptos, ante la afirmación de que la entrada en guerra de los Estados Unidos caracterizaba definitivamente el móvil de la lucha europea, pretendiéndose por un tratarista español contraponer, por sólo ese hecho que no añadirá un ápice de gloria a la historia de Norte América, el régimen democrático, con el que rige en Alemania, tachado sin motivo ni razón de despótico.

Según prueba el autor, con referencias históricas que no pueden ser contradichas, el régimen federal alemán es idéntico al de Estados Unidos, con la ventaja sobre éste y el de las «democráticamente tiranas» Inglaterra y Francia, de que no vive, ni ha engrandecido su imperio colonial, a expensas de la tranquilidad e integridad de otros pueblos (algunos de la comunidad civilizada europea), resultando por tanto incomprensible ese prurito de mostrar a las «democracias» amantes de la paz y del respeto a las ajenas soberanías, cuando son precisamente ellas las que han arrasado pueblos y violado pactos y amistades por conseguir la realización de sus planes imperialistas.

Sólo la organización de Prusia se diferenciaba en algo del credo democrático; pero aparte de ser un hecho su reforma, para que goce de los mismos privilegios que los demás estados de la federación germánica, es indudable, como hace notar el autor del estudio, el contrasentido que resulta del tono dogmatizador e infalible con que la «democracia» define sus aspiraciones, que nunca, por mucha que fuera su razón, sería suficiente a legitimar intromisiones de esos gobiernos en la forma peculiar de regirse los demás pueblos civilizados.

No es el gobierno una cosa dogmática e inmutable: todo en él es de oportunidad y momento, y su principal misión estriba en cumplir plenamente los fines nacionales, poniendo sus instituciones al unísono de las necesidades, ideología y modo de ser de sus súbditos. ¿Con qué derecho, pues, se pretende por las «democracias» («respetuosas» con todos los países) mezclarse en la vida interna de los demás países y uniformar el modo o forma de sus gobiernos, en la disparidad infinita y permanente de intereses, concepciones e idealidades de los hombres?

Esta es la doctrina que magistralmente desarrolla en su estudio Manuel A. Bares, dolorido de que un catedrático español se entusiasme con una «democracia» como la norteamericana que, en contra de su credo, nunca cumplido para respetar las soberanías extranjeras, fué la que acabó de desvalijar, indignamente, a su país, de colonias en las que, según los estudiosos yanquis de hoy, había sembrado todo gérmen de civilización, llenando cumplidamente su misión de metrópoli; aparte los audaces ataques que esa misma república realiza contra los indefensos o pequeños países de este continente.

Por lo que es ese estudio, que acabamos de comentar para llamar sobre él la atención de nuestros lectores, fácilmente se comprende todo el valor doctrinal y la importancia que ha de tener la segunda parte, próxima a publicarse, de «Delenda est Germania», del mismo autor, digna continuación de la primera, sobre la que «La Unión» dió oportunamente su juicio.

«La Unión» del 9 de Agosto de 1917


 

LA GUERRA EN SÍ

 

He hablado de las formas de gobierno, consideradas en principio, como indicadoras del contenido moral de los pueblos que las han adoptado; y, aplicando el principio a nuestro caso, como indicio o presunción de culpabilidad o inculpabilidad de los que han participado en la presente guerra. Hablaré ahora de los hechos relacionados con ella; incluso los mismos que dieron margen al juicio de que me ocupo, o a su exposición con tal motivo.

Prescindiré, al efecto, como ya lo hiciera antes, de la afirmación, contenida en el referido trabajo, de que la guerra «fué provocada por la agresión alemana»; pues admitida esta premisa, toda conjetura sobre el origen de aquélla, como todo trabajo de investigación en este punto, resultarían ociosos. La acusación, por otro lado, es injusta; pues carece de prueba y de lógica; como creo haberlo demostrado en mi obra sobre el mismo asunto. No sólo no está demostrado que fuera de Alemania la agresión, y que ésta provocara la guerra; sino que está demostrado que la agresión, como la guerra, proceden de sus contrarios. Aunque la guerra fuera obra de Alemania, nunca podría afirmarse, con los hechos y sus pruebas a la vista, que aquélla fuera provocada por la agresión de ésta; pues no existe semejante agresión, ni puede individualizarse. No existe hoy otra prueba de la «agresión alemana», que la confesión contenida en el «Tratado de Versalles»; pero ésta es una expresión mentida, producida bajo la presión de la fuerza; y toda manifestación de voluntad, hecha bajo la presión de la fuerza, carece de valor ético y legal. Pudo Alemania hacer la guerra, en defensa de su vida amenazada, cercada y opresa por sus enemigos; en cuyo caso el hecho es legítimos, según la doctrina expuesta en forma categórica por Montesquieu. Pero ella, ni hizo la guerra, ni produjo acto agresivo alguno que la provocara. La agresión que provocó la guerra, pertenece a Servia, con el asesinato de los príncipes herederos de Austria (punto de partida del gran drama); pertenece luego a Rusia, que, haciendo causa común con Servia, moviliza sus ejércitos contra Austria y Alemania; pertenece a Francia, que apoya, expresamente, la actitud de Rusia, y la secunda; pertenece a Inglaterra, que declara la guerra a Alemania, fundándose en la invasión de Bélgica, después de haber manifestado que todo acto hostil de aquélla a las costas del norte de Francia sería considerado como un acto hostil a sí misma; pertenece a Japón, que declara la guerra a Alemania, a virtud de su tratado de alianza con Inglaterra; pertenece a Portugal, que se incauta de los barcos alemanes refugiados en sus puertos; pertenece a Italia, que viola el pacto de alianza con Austria y Alemania, y las ataca, en cumplimiento de un nuevo pacto celebrado con sus enemigos; pertenece a la Unión Americana, que se «asocia» a las potencias aliadas, para atacar a los enemigos de éstas, sin motivo personal, con violación del derecho de gentes y de la «Doctrina de Monroe»; pertenece, en fin, a las demás repúblicas americanas, y los otros pueblos de los demás continentes, incorporados, por mandato, a la agresión universalizada; cuyos servicios deben ser satisfechos con sangre y carne de la propia víctima: por eso fué tan grande su sacrificio. Estos son los hechos comprobados.

Los mismo hechos, como los demás hechos y conceptos que cita el señor Posada cual elementos que claran el conflicto, lo aclaran, en efecto; pero esta aclaración no confirma las previsiones suyas al respecto. Y esto no hay que atribuirlo a su falta de perspicacia, porque no carece de ella; sino a su sobra de ideal, y a su especial posición frente a aquél. El viera, en el mismo, más que un choque de pasiones y de intereses, un choque de ideales políticos: el democrático y el autocrático; y a sus ojos de demócrata convencido, la razón, la bondad, y los sentimientos pacíficos, estaban de parte de los pueblos que representan el ideal democrático; la maldad, la violencia y la agresión, de parte de los que representan el ideal contrario. Y fué tan vehemente esta presunción en él, que, como se ha dicho, vió, cual un hecho producido y cierto, esta agresión, generando el conflicto.

No comparto el concepto del «choque de ideales»; porque éstos son inmateriales, y el choque es un fenómeno propio de la materia. Tampoco se imponen los ideales por la fuerza: el hombre que cede a ésta, será un sometido; pero no un convencido y un converso. El ideal por excelencia de toda la historia, el ideal cristiano, no se impuso por la fuerza, por ser ésta contraria a la naturaleza del ideal; ni se sometió a ello al precio de su abjuración. Venció a la fuerza, prescindiendo de ella; y haciendo así inútil su ejercicio. Cuando, como aquí lo hace el señor Posada, se habla de «ideas- fuerzas», nos referimos, necesariamente, a la fuerza de la misma naturaleza de la idea: la fuerza moral. Si la fuerza fuera un complemento del ideal, el mejor ideal sería el que contara con mayor fuerza para imponerse.

Por lo demás, y refiriéndome, concretamente, a los ideales políticos, he dicho ya en otra parte, de acuerdo con todos los tratadistas de derecho internacional, que la divergencia de los mismos no puede dar margen a conflictos entre naciones: 1.º A virtud del principio general expuesto, de que las ideas no se imponen por la fuerza. 2.º Porque, en el orden político, no es dado a ningún pueblo imponer a otro sus concepciones de dicho orden; puesto que el hecho violaría el principio de la soberanía nacional. Mucho menos ha podido producirse el fenómeno en el caso; puesto que los mismos pueblos coaligados no profesaban un ideal político común; y esta divergencia de ideal entre ellos, no fué un obstáculo opuesto a su coalición, ni a su unidad de acción contra el enemigo. Si el principio invocado fuera exacto, los pueblos simbólicos que, en el conflicto, representaban al ideal democrático, han debido comenzar por convertir a sus propios aliados, antes de incorporarlos a su acción; de otro modo, la acción de éstos estaría en conflicto con sus propios ideales. No; quien hizo aquí la coalición fué la coincidencia de intereses; ajenos a todo ideal, y contrarios a él. Pero donde la ausencia total de ideales, no sólo políticos, sino de todo orden, en relación a los pueblos que aquí se llaman democráticos, se manifiesta con toda claridad, es en sus propios hechos; especialmente en aquellos que más singularmente caracterizan y definen la concepción de la guerra por su parte; dándole a ésta el carácter, neto, de pugna de pasiones y de intereses.

He ahí la «Paz»; el hecho culminante de la guerra; el que la corona y la compendia; el que la aclara; el que pone al descubierto sus móviles; el que desgarra el velo que los ocultaba cuidadosamente al espectador para no malograrlos; el que los descubre ahora con el mismo fin, porque el equívoco, en la «paz», podría, del mismo modo, malograr los fines de la guerra; así como fué antes el secreto de su éxito. He ahí la «Paz de Versalles», y las demás que, con ella, integran la expresión del «ideal» que inspiró la acción de los pueblos «democráticos»; una paz fundada sobre el sometimiento, la humillación, el desangramiento y el aniquilamiento del enemigo; una paz sin justicia, sin humanidad y sin misericordia; una paz implacable, que anula todo principio de reacción vital en el enemigo; paz de muerte, indigna de los pueblos más feroces y más sórdidos, y de las civilizaciones más embrionarias. Baste considerar que ella no impone sino sacrificios al vencido en beneficio de los vencedores; y cuyos sacrificios no se miden sino por la capacidad de resistencia de la víctima. Y si no la sacrifican totalmente y de momento, es porque necesitan ese resto de existencia para nutrirse de ella. Hoy mismo se habla, en los Estados Unidos, de la condenación, por razones de humanidad, de la deuda contraída por Austria con dicho pueblo para alimentarse; produciéndose en seguida una reacción contra ese movimiento generoso, atento, especialmente, el ejemplo de Italia, que mantiene, inflexible, sus «créditos de guerra» contra el mismo pueblo, constituídos por el precio de su agresión inmotivada al mismo; después de despojarlo de sus tierras, destruir su personalidad histórica, desgarrar su bandera, someter a sus hombres a una soberanía extraña y enemiga, deshacerlo, incomunicarlo, quitarle sus puertos, y toda vía de comunicación  con el mundo, sepultarlo en el fondo de Europa, como en una tumba; sumirlo en la miseria, y ofrecerlo, famélico y desnudo, a la conmiseración del mundo: (1) todo ello a nombre del «sagrado egoísmo» del agresor; causa de agresión no registrada en los anales de todas las guerras. Ya no es aquí el «ideal político» el que inspira la acción, sino el «ideal patrio»; y si éste, como aquél, produce tales hechos, habría que proscribir, en absoluto, esos ideales, por respeto a la dignidad y a la integridad moral del hombre.

Y bien: esos «tratados de paz», son obra exclusiva de los «pueblos democráticos»; y expresan con toda claridad y evidencia, cuáles fueron los «ideales» de éstos, y los móviles que determinaron su acción.

__________

Cuando el señor Posada formuló su tesis sobre la génesis de la guerra, su naturaleza, los «ideales» de sus factores y sus móviles respectivos, aquélla estaba en su apogeo; y los hechos que constituían su trama no eran conocidos por los neutrales. No teníamos de ellos sino una versión unilateral, emanada de una de las partes en lucha, que no había de deponer contra sí misma. Debieron entonces, los neutrales impacientes por anticipar un juicio sobre el drama en pleno desarrollo, guiarse por su propia intuición, por la simpatía o antipatía que les inspiraban los actores del mismo, o por la versión de éstos, que era la pauta más peligrosa. El del señor Posada, a pesar de la serenidad congénita de este autor, se resiente de la inseguridad que le da su propio punto de vista; contemplando el espectáculo al través de sus particulares credos políticos, coincidentes con los de una de las parcialidades en lucha. Asía ha podido emplear materiales de construcción que resultan, a la postre, desvirtuados por ellos mismos. Tales son, por ejemplo, los hechos contingentes que cita: la intervención de la República Americana en la guerra, al lado de las potencias aliadas; y el juicio de un escritor inglés, favorable a la misma causa a que se asociara dicha entidad.

Aun siendo la «Democracia Americana» la que intervino en el sentido indicado (que no lo ha sido), esa intervención fué injusta, según las reglas de la justicia internacional; y mal ha podido entonces, este nuevo factor, conferir, a la causa a la cual se asocia, una justicia de que él carecía.

No ha tenido motivo preciso y justo para intervenir en la guerra, ni lo ha invocado. Habló, como lo hace ahora el señor Posada, de credos políticos, y de la afinidad existente entre los suyos y los de una parte de los pueblos en guerra; como de la divergencia entre los mismos y los de la otra parte; pero aquella afinidad, como esta divergencia, no le daban título justo para intervenir en una contienda entre extraños. Dijo también de la excelencia de sus credos y los de sus «asociados», en relación a los de los pueblos enemigos; expresando al propio tiempo el intento de redimir a éstos del peso de sus poderes históricos, arcaicos e ilegítimos, y haciendo de este propósito un nuevo motivo de intervención; pero lo único ilegítimo que aquí existe es la intervención misma; como es falsa la exposición de los propósitos: la excelencia de los credos políticos, como su implantación no pueden referirse sino a los propios pueblos; y, por otro lado, la acción de este factor en la guerra no fué dirigida contra los poderes que pesaban sobre el pueblo alemán, sino contra este mismo pueblo.

Ni fué la «Democracia Americana» la que intervino en la guerra, sino su representante político; bien que éste no ha obrado, en rigor, en tal carácter, porque lo hizo sin mandato. Los poderes conferidos al Jefe de un Estado, no pueden relacionarse sino con la vida y los intereses de éste; y cuanto haga fuera de la órbita de estas sus facultades constitucionales, que es la propia órbita de capacidad del mandante, hace al mandatario autor personal de los hechos.

El Jefe de la Unión  Americana obró, en el caso, sin mandato; y el propio pueblo cuya representación invocara abusivamente, desautorizó su acción, no queriendo solidarizarse con ella: primero, negando su ratificación al «Tratado de Paz», que aquél concertara con sus asociados»; (lo que no impidió que ese instrumento sin valor se esgrimiera como instrumento legal de despojo y de tortura contra los que él llamó sus «enemigos»); segundo repudiando, expresamente, la guerra; o revocando su declaración, que declaró inmotivada e injusta. (Véase el último proyecto de paz con Alemania, votado por el Senado de la Unión). El nuevo mandatario americano, en acto solemne de consagración de sus muertos de guerra, declaró, conmovido, que jamás volvería a producirse un hecho semejante en su país. La desautorización de una guerra, fulminada por el propio pueblo a nombre del cual fué hecha, es un fenómeno sin precedentes. ¿Y quién resarce, a los pueblos que han sido blanco de ella, los daños ingentes recibidos de la misma? ¿Y quién resarce los suyos al propio pueblo a cuyo nombre se ha llevado a cabo la agresión?

El hecho, pues, invocado por el señor Posada, como presunción de justicia de la causa que ha merecido su propia justificación, ni fué justo en sí, quien quiera que lo haya producido; ni pertenece tampoco a la «Democracia Americana», que lo repudió, expresamente. Entonces, y bajo cualquier aspecto que se lo considere, ese hecho no puede fundar una presunción de justicia en favor de la causa a que sirvió.

-El otro hecho que cita el señor Posada en apoyo de su tesis, vale, al indicado fin, infinitamente menos que el anterior, aunque es infinitamente más inocente: me refiero a la obra de Herron. «The menace of peace», que aquél glosara.

Como el español, el escritor inglés ve también en la guerra un choque de ideales contrapuestos de vida y de conducta; expansivo el uno, coercitivo el otro; uno de armonía, de cooperación libre y de solidaridad social; otro de la voluntad individual y despótica, imponiéndose, por la fuerza, a la voluntad colectiva; el primer principio es inglés; el segundo es alemán. El autor de la obra hace gala, en ella, de las virtudes de su pueblo, y, por extensión, de las de todos los pueblos asociados a su acción; como la hace de los vicios dél enemigo.

Y bien: todo esto es lógico. Nadie mejor que un inglés podía hablar bien de Inglaterra; según ya lo observara un joven y genial poeta catalán. Esta virtud inglesa, no acredita, sin embargo, que Inglaterra sea un pueblo mejor que los demás; porque por encima del testimonio personal de los ingleses al respecto, está el testimonio de la Historia.

Las virtudes morales inglesas, como sus virtudes cívicas, se asocian, fatalmente, a todos los grandes dramas de la tierra; y es preferible el vicio inocente, a la virtud que genera el dolor. A la sombra de las instituciones libres de Inglaterra, ésta realizó la conquista mayor de mundo, y el sometimiento mayor de pueblos; al extremo de que, como se ha observado, en el Imperio Británico se hablan todas las lenguas de la especie humana; prueba de la universalidad de su dominio. Entonces, sus virtudes, como sus libres instituciones políticas, son útiles a dicho pueblo, pero perjudiciales a la humanidad. De aquí, que los ingleses alaben esas virtudes y esas instituciones; pero los hombres pertenecientes a otros pueblos y a otras razas, no pueden hacer lo mismo sino mediante una sugestión de orden ideológico puro; la influencia que ejercen, sobre los espíritus óptimos, las máximas en sí.

Pero en la propia obra que aquí se estudia, se pretende plantear ya el conflicto entre la idea y el hecho; entre las máximas y la conducta. Es una obra de tesis; y ésta, como es de orden, está contenida en su título; «sugestivo», dice el comentador: «La amenaza de la paz».

El autor, que es un «pacifista», como su pueblo, ve en la paz una «amenaza»; esto es, un peligro, que hay que conjurar. ¿Un peligro para quién? Para Inglaterra y para su empresa guerrera. Porque Inglaterra, pacifista teórica, debe a la guerra su fortuna; y sería pueril esperar que un pueblo positivista, a pesar de sus máximas morales, y sus principios políticos, renunciara a su fortuna, y fuera ingrata con el elemento que se la ha deparado. Y no sólo no debe esperarse que él renuncie a la guerra, sino tampoco a sus métodos guerreros. Inglaterra no hace nunca una guerra a medias: porque una guerra a medias es una empresa que produce pérdidas. Quiere decir que no hace, o no acepta, una guerra, sino para llegar al fin de la misma: que es el fin del adversario. Una paz que dejara a éste con vida, sería una guerra malograda. Decíamos que, Inglaterra, pacifista, se engrandeció por la guerra. La paz, en efecto, no produce ganancias; ni en un medio de paz se pueden determinar grandes cambios de dominio. Ahora mismo Inglaterra acreció su Imperio en forma considerable; y destruyó, a su vez, la mayor actividad que podía neutralizar la suya. Una paz que retrotrajera el proceso a su punto de partida, sería un desastre económico; una paz que dejara con vida al enemigo, sería dejar en pie el peligro que la guerra fué a destruir. Claro está que el «peligro», aquí, se hiciera extensivo a todo el mundo, para solicitar la acción de todo el mundo para combatirlo; haciendo del enemigo la encarnación del mal. Pero así, procedió siempre, en todas las guerras, y sus métodos, siempre renovados, nunca pierden eficacia.

Por eso, porque la paz es un peligro sino se pacta en sazón y según sus normas, ella impuso, a sus aliados, la obligación de no pactar una paz que no fuera la suya; ofreciéndoles, sólo a esa condición, un participación en los despojos del «enemigo», proporcionada al esfuerzo de cada uno. Así fué como Rusia, que se dispuso a deponer las armas antes de tiempo, fué empujada al caos; y en vez de participar de los despojos del enemigo, fué despojada ella misma; después de pagar con su vida los que preparaban la «traición a la causa». Polonia, que pertenecía a Rusia, y que debía ser respetada como parte integrante de ésta, le fué amputada, y acrecida a sus expensas, y a expensas, sobre todo, del enemigo; al que se le arrancaron las carnes para injertarlas en el nuevo organismo, hecho para debilitarlo y oprimirlo. Y fué así también como el concepto de la paz inglesa fué trasmitido a sus aliados; paz de sometimiento, paz de muerte. Y así entendido, no hay contradicción entre las virtudes morales y cívicas de Inglaterra y sus fines de guerra, como su vocación por la guerra misma; como no la hay entre los términos de la obra del escritor inglés, y su título.

Este concepto del pacifismo inglés, expresado bajo la fórmula ingeniosa y cruel de «la amenaza de la paz», fué bien comprendido y adoptado por los aliados y los asociados de Inglaterra. Los términos de la obra de Herron los repite Wilson, uno por uno, rechazando la paz vulgar por la cual clamaban sus compatriotas, y por la cual clamara él mismo; aquella paz humana y de concordia, «paz sin victoria, sin anexiones, ni indemnizaciones». Oidlo ahora: «Lo que yo combato, no son los sentimientos pacifistas, sino su estupidez. Mi corazón los abraza, pero mi mente los desprecia. Yo quiero la paz; pero yo sé como se alcanza, y ellos no lo saben. He mandado a Europa al coronel House. Es un apóstol de la paz; pero yo no lo he mandado en misión pacífica, sino a que coopere a ganar la guerra» (Discurso pronunciado ante la «Federación del Trabajo» de Buffalo). Es el nuevo credo; en el cual, la paz sólo puede fundarse en la destrucción del enemigo.

Con todo, los adeptos de Inglaterra, como sucede siempre, excedieron sus credos y sus fines. La «Democracia Americana» quiso proseguir la guerra, aun después de la rendición del enemigo, para acabar con él. La «Democracia Francesa», más benigna entonces, fué más implacable en la paz. Es evidente que, de dejar la víctima abandonada a sus solas manos, hubiera desaparecido totalmente, al menos como entidad política.

Pero ese concepto inglés de la «amenaza de la paz», fué la nefasta agravación de la guerra; fué, más que ésta, el agote de Europa, el desangramiento de la humanidad, el principio de la actual situación caótica y angustiosa del mundo. De las ocho millones de vidas que costó la guerra, tres cuartas partes fueron ofrendadas a ese principio terrible del «pacifismo» inglés. Alemania que, desde las primeras jornadas, brindó con la paz al enemigo, como medio de ahorrar tantas muertes y tantas ruinas; que la ofreció con ansiedad creciente, en todos los tiempos, por todos los medios y por todos los conductos, aun los más augustos, cuando se encontró con aquella valla que le cerraba, fatalmente, todos los caminos, en un supremo y desesperado esfuerzo por salvar su vida, «se abrazó a las columnas del templo»; no sin antes declinar toda responsabilidad ante la conciencia humana y ante la historia. Justo es reconocer, sin embargo, que a la ruina del territorio de Francia, contribuyeron, en primer lugar, la Francia misma y sus aliados; que combatieron, sin cesar, en dicho territorio.

-Bien examinados, pues, estos elementos de juicio que cita, en apoyo del suyo, el señor Posada, están desautorizados por ellos mismos. Por lo menos, estos hechos accesorios, como el principal producido por las potencias victoriosas, no acreditan en ellas un verdadero ideal democrático; y si lo acreditaran, ningún hombre de corazón podría hoy profesarlo sin desmedro de su calidad de tal.

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El señor Posada es un hombre de corazón. Pero es también, y ante todo, un hombre de pensamiento, al que consagró su vida. Es un profesor que ha vivido entre teorías, conceptos, ideas, sistemas, leyes. El acaba de decirlo en sus conferencias de la Facultad: «Llevo cuarenta años de mi vida consagrado al profesorado». Cuando se vive, constantemente, en un mundo hecho de construcciones mentales, se acaba por peder todo contacto con el mundo de la realidad. Paul Bourget, haciendo la semblanza de Taine, señala su personalidad intelectual, que es la que prevalece en él, constantemente perdida en las disquisiciones filosóficas; y su brusco e inseguro despertar, cuando alguien lo llama a la realidad circunstante. Y refiere que preguntado una vez por Royer Collar si se proponía hacer revolucionarios a los franceses, contestó de pronto: «No sé nada de eso. ¿Hay franceses?» En momentos aciagos, es humano dejar a esos hombres sumidos en el ensueño; su refugio y su defensa contra las horribles visiones de la tierra. Para ellos, más que para la estatua de la mujer dormida, escribió el inmortal artista florentino, sus famosos versos:

«Grato m’é il sonno, e piú l’esse di sasso,
Mentre che il danno e la vergogna dura,
Non veder, non sentir m’é gran ventura
Pero non mi destar, deh parla basso.»

Dejemos, ante la actual tragedia, al docto profesor y noble idealista, abrazado a su ideal político y humanitario. Acaso es él, la única realidad digna de ser contemplada por ojos humanos.

Ya lo dijo también el personaje de Hugo: «¡Oh ideal! Tú sólo existes.».

Junio de 1021.



(1) El profesor de Finanzas de la Facultad de Derecho de Buenos Aires, doctor Francisco J. Oliver, que acaba de visitar, no sólo las regiones devastadas de Francia, sino también las naciones arruinadas y desechas de Europa, incluso las de mayor abolengo histórico, en una correspondencia fechada en París en Mayo último y publicada en «La Nación» de esta capital fecha 3 del actual, dice: «El Imperio Austro-Húngaro ha desaparecido, fraccionado en diferentes Estados; quedando reducida el Austria a la octava parte del Imperio. Después de haber sido una de las más grandes potencias de Europa, queda hoy, por su extensión, entre Suiza y Portugal; y sus 51 millones de habitantes, reducidos a 6 ½ millones. Perdió su litoral único sobre el Mediterráneo, y hoy es una nación sin comunicación directa con el exterior. Ha perdido las minas de carbón y petróleo, que están hoy en el territorio checo-eslovaco; y perdió las más ricas regiones agrícolas de Hungría y Galitzia. En Viena, privada de alimentos, la mortalidad excede de un 10 % a la natalidad». Este y otros viajeros hablan de la muerte por hambre de numerosos personajes y profesores de la Universidad, que, por dignidad, no se han avenido a ir a recoger, por turno, su plato de sopa en las cocinas populares. Frente a estos pueblos desmembrados, arruinados y sumidos en la más profunda miseria, sus enemigos victoriosos, acrecieron, todos, sus patrimonios a expensas de sus despojos; y hoy se aprestan aun a nutrirse de lo que les resta de vida.

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